Benzema firmó ante el Celta una de sus mejores exhibiciones con la camiseta del Madrid: marcó un gol y medio (el gol prodigioso y el medio estratosférico), envió al larguero un gran remate tras otro portento de jugada, le regaló a Kroos un tanto que el alemán no marcó por ultraderechista, se asoció como casi siempre y se fajó como casi nunca. Sería aventurado afirmar que se trató de su mejor partido desde que hace ya dos lustros llegó al club, pero me cuesta pensar en otro encuentro donde armonizara con mayor acierto su proverbial apoyo al juego colectivo con su versión más voraz e individualista, que a la vista está que tiene y la cual hay que exigirle que ponga sobre el tapete por el bien del colectivo también, paradójicamente. 

En la era Cristiano, y a pesar de que el francés ya contaba con una creciente porción de detractores, su faceta goleadora no era tan requerida. La temporada pasada descendió el nivel goleador del portugués, lo que acrecentó la demanda social y mediática por un Benzema más agresivo, la exigencia de un carácter depredador en el marco de su elegancia de jirafa. Ahora Cristiano ya no está y los goles de Benzema no es que se exijan, es que casi se presuponen: la jirafa tiene que morder sin dejar de ser un espectáculo de sutileza. Benzema no podría dejar de ser elegante ni aunque lo intentara. No podría dejar de ser un regalo estético ni aunque se lo propusiera para que le dieran el Oscar, como hizo Charlize Theron cuando engordó y se maquilló de fea para ganarse el favor de la Academia con aquella película horrenda. Benzema ha hecho películas horrendas, pero él siempre ha salido guapo. 

En Balaídos estuvo guapo y útil (el guapo útil, qué interesante variación del tonto útil que habita las tramas de los grandes fraudes), regalando así los sentidos de quienes se embelesan en su grácil movimiento pero también haciendo caja para los feroces materialistas del gol. A los primeros les da incluso un poco de rabia que Karim haga felices a los segundos: toda fe tiene sus integristas y el benzemismo cuenta en sus filas con verdaderos talibanes de lo intangible, gente que ha descubierto su propia profundidad intelectual en el juego de Karim y para quien solicitar al delantero el prosaico trámite del gol supone volver a Sálvame. En el otro extremo hay una legión de cascarrabias que va a piñón fijo y para quienes Karim siempre juega mal, incluso aunque marque, no digamos si no marca. Ven jugar al Madrid para poder decir que Benzema es un desastre. Es más: ven jugar al Madrid para que Benzema sea un desastre, se sienten jueces y partes en el cumplimiento de la hecatombe que en el fondo anhelan, pues son vocacionales devotos del vértigo. Karim tiene que jugar mal bastantes veces para que esta gente pueda tener razón y luego vuelva a ser humillada en el vociferante Sálvame de su vida.

Karim Benzema festeja su gol contra el Celta EFE

Un término medio con Benzema

Yo con Karim siempre he pretendido habitar un sano término medio. Nada más pretencioso que ese pretendido. Con Karim no se pretenden las cosas sino que son las cosas las que vienen o no. Tampoco he acertado con lo del "término medio", porque una sucesión de extremos no forman per se punto medio alguno. Algunas veces le amo con locura y otras veces invade el podio de las más graves amenazas para mi salud, bajando a culetazos al colesterol, la sinusitis y el HLAB27. 

Lo curioso es que ambos sentimientos enfrentados, cuando se dan, se dan trascendiendo su propia condición puntual. El mal Benzema borra al buen Benzema de siempre y para siempre, de igual modo que el mal Benzema anula al buen Benzema del pasado y al que pueda venir. "A veces te quiero mucho siempre", como decía (es el título de uno de sus cuentos) Alfredo Bryce Echenique. Yo a Benzema, a veces, le quiero mucho siempre, y es así cómo Benzema para mí, hoy, lleva dos lustros jugando en Balaídos y haciéndome feliz de un modo que tiene que ser pecado. Haciéndome feliz siempre.