A la poeta le llega prendido el canto de la tristeza. Sus versos están cargados de melancolía. Son serenos y tiemblan. Lo inundan todo de nostalgia. A Piedad Bonnett, la escritora colombiana, le golpea siempre la tristeza, tristeza que es amor. Como Machado sobre los campos de Castilla, donde parece que las rocas sueñan, la poeta escribe versos tristes y espesos, lava cargada de pájaros que mueren.

Su palabra es el hierro enardecido que se hace desierto cuando llueve. Se queda ella en el vacío de lo oscuro y desploma sobre Los hombres de mi vida (Visor) la nueva soledad desamparada. Se pudre el tiempo. Trepa por las paredes del tedio que vibra soplado por el viento y se agita como el silencio con los zamuros de la vieja casa.

Piedad Bonnett, la mujer incierta, escribe sus versos donde nadie la espera y vuelca su cultura literaria, su conocimiento del arte y su experiencia vital en tomar el pulso al silencio a través de los hombres de su vida: el padre, la pareja, el hijo...

El hijo, que se suicidó en Nueva York sin haber cumplido los treinta años, desgarra sus poemas. Es “una llaga que no tiene cauterio”. Crece en ella “la loca enredadera del dolor”. Habla del “tedio de tercas necedades y miseria”. Y se lame cada mañana como un perro las viejas heridas que nunca cicatrizarán.

Tanta trabazón perversa le lleva a querer desistir de la esperanza. Por eso le teme al miedo, al asco, a la impotencia, al agua cenagosa de la lástima. Granan entonces sus versos en profundidad y desconcierto. Se refiere a los faisanes de oro de los cuentos, al achiote rojo y a los rojos ojos turbios, y se mira las temblorosas manos extendidas. Le golpea una vacilación que confunde lo que ya fue con lo que nunca ha sido.

La poeta escribe sus versos donde nadie la espera y vuelca su experiencia en tomar el pulso al silencio a través de los hombres de su vida

Anida su mirada en el cuadro en el que hay un camino y un sol que ciega. Escucha después el galope sordo del corazón, el levísimo temblor de cada paso, el deseo que corre ya con su furor de sangre… Y escribe: “... las pausas son duda y deseo, cuando un cuerpo se arranca del amor en el que está enquistado y entonces nos herimos, para así poder irnos”. Y en la lengua queda el amargo de la herida.

“Anoche –comunica– volví en sueños al tiempo del amor”. “Si yo volviera a verte y fuera el primer día la vez primera, te daría silencio solamente y la página en blanco de mi espalda para que allí escribieras tu nombre con tu fuego”.

Abren los sueños los pasadizos de la poeta y devuelven la muerte con temblor resucitado. Hila ella los silencios con palabras tristes y piensa en “volver a nacer, a estar desnudos como Adán, como Eva, antes que vengan a expulsarnos de nuestro paraíso”. Como decía Jean-Paul Sartre, los días se añaden a los días sin rima ni razón entre el hoy que arde como leña seca y el tembloroso enigma del mañana. La vida es más que esa pausa inmensa del poema escrito por Gil de Biedma desde las ruinas de su inteligencia fatigada. Y nos suspende al borde de ser nada.

“Tú –escribe la poeta en este libro excepcional– tan vivo como era mi corazón y lejano como el lienzo que ves en el museo, eres el amado inmóvil”. Por eso mirabas la tierra que comenzaba a ser tu único cielo. Ella, la poeta, parece ya “el águila que pliega sus alas y su cuello, la más dichosa reina destronada”. Y a su madre, que trenzaba guedejas de colores, le regala la paz de su silencio mientras oye cómo el mundo crepita en su latido cada minuto que le otorga el tiempo.