Para Felipe Benítez Reyes, la aurora vespertina es un lenguaje de ocres y morados, de lava serenada, de un hondo bermellón entre cenizas. El poeta escribe Un mentido color con la tinta inolvidada del tiempo. Agua que mana en vilo camino de la nada, sus versos se detienen en Silvia a lo que conoce en un lugar sin tiempo ni memoria, junto a los fuegos sagrados de los dioses extinguidos, en la secreta arcada de los últimos dragones. I’ll build a palace made of night. Hecho de noche y de olas que rompen en la orilla, laberinto de la soledad en las aguas escondido, es el himno resonante que celebra la vida y la elegía veloz.
En la noche callada, aprende como Sartre, que el ser es un ser para la nada, es un ser para la muerte. Frente al jardín helado, solo quiere saber del ser al que ama, de los dos y nadie más, y el universo. Glosa entonces la melancolía para que el tiempo se olvide del dolor de no ser y estar siendo. Cae la nieve, liviana y grávida, y la mujer dibuja en el aire la melena de áspides de Medusa, mientras se extingue la noche de nieve clandestina. Es la cuchilla que escinde las manos de esa niebla que envuelve a la memoria.
El poeta sabe que nunca ha sido nada, pero sí a veces el universo, depositario de todos los prodigios, de las cosas cotidianas de los días vulgares, del aliento machadiano hacia el último viaje, ligero de equipaje como los hijos del mar. Piensa que en el tiempo nos somos y no somos, solo una sucesión de irregularidades porque en el aire de este mar sin amor, solo quedan las sirenas disgregando el pasado. Tendido en la arena como un náufrago, el poeta navega por los versos aturdidos, divagando sobre la esencia del vacío. Podría decir como Pablo Neruda, yo soy el que te espera en la estrellada noche, sobre las áureas playas, sobre las rubias eras, el que cortó jacintos para tu lecho, y rosas, tendido entre la hierba yo soy el que te espera. Mecen su esmalte de luto las aguas enlutadas y piensa el poeta que su pensamiento, encerrado en el verso libre, no puede desembarazarse de las convicciones estancadas.
Entre los oros exangües del pasado, se adivina el perfil aguileño del hombre que se enfangó en sí mismo. Y en sus cavilaciones. Y también en la noche que cae sobre todo lo que está a punto de morir. Junto al teatro sin fin de la memoria, Felipe Benítez Reyes se acuerda de lo que fue, de lo que no es verdad ni mentira en el tránsito mágico del ser hacia la nada. “En qué mar –se pregunta– arrojaste por desdén el dios de oro y el cetro de la luna, la vagabunda blanca”.
Sabe el poeta que en la vida todo es avanzar no hacia quien eres sino hacia quien vas dejando de ser. Y no quiere caminar por la honda aventura de los altos abismos, de una tierra de nadie con espejos en llamas. Extiende entonces su mano en busca de otra mano que le sujete al mundo.
Se le agolpan al poeta los sueños de la infancia, cuando era un niño navegante del océano infinito, corsario de la arena con tesoros y se mira allá enel tiempo que no es nada, en la mar extraña que bordea su deriva. Se reclina entonces enlos oros cansados de la tarde, como el timon el de un barco hundido y vaga sin sentido por los adentros de la nada.