
Foto: Tono Masoliver. Edu Gisbert.
'En el jardín del poema', de J. A Masoliver Ródenas: una celebración de la vida y sus obsesiones
A sus 85 años, el poeta catalán vuelve a demostrar su empuje creativo en un poemario con un tono más depurado y una fuerza onírica inagotable.
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Lejos de ser el “ensayo de una despedida”, por decirlo con Francisco Brines –la oportunidad de ir cerrando su trayectoria y poner negro sobre blanco–, la publicación de su Poesía reunida en 1999 inauguró una nueva etapa en la obra del narrador y crítico literario Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939). Esta fase, de admirable fertilidad y coherencia, coincidió con su jubilación como catedrático de literatura hispánica en la Universidad de Westminster (Londres), su vuelta a España y su entrega total a la creación literaria.
De los doce títulos que han visto la luz desde entonces, todos en Acantilado, seis son libros de poemas, incluyendo este último, En el jardín del poema, nueva vuelta de tuerca a las obsesiones y el tono de una escritura que, siendo esencialmente la misma, parece cada vez más intensa, más depurada, como si la cuchilla del tiempo fuera afilando las palabras hasta dejarlas en hueso.
A sus ochenta y cinco años, el empuje creativo de Masoliver Ródenas hace pensar en el corolario de “La deserción de los animales del circo”, de Yeats: “Ahora que mi escalera se ha esfumado, / debo acostarme donde arranca toda escalera, / en esta inmunda trapería del corazón”. Y esa trapería cordial, en su caso, es el universo de su niñez en el Masnou, un mundo alucinado y alucinante cuyo eco llega al presente, tiñéndolo del sepia de los recuerdos, pero también de una fuerza onírica que se diría inagotable.
Las palabras, desde luego, se muestran incapaces de sofrenarla, y los poemas parecen viñetas de un mundo más o menos felliniano en el que todo sucede porque sí, con esa potencia formativa de lo que desborda cualquier cauce, cualquier previsión. Este onirismo convive con el presentimiento –la inminencia– de la muerte, y el yo de los poemas se sabe habitante de un limbo que mira por igual a la vida y a la muerte, capaz de comunicarse con las sombras de los ausentes sin dejar de estar aquí, en este testarudo mundo sublunar.
Los cuarenta y cinco poemas del libro se nos ofrecen como partes de un largo texto unitario –la ausencia de índice refuerza esta impresión– que fluye con agilidad y desparpajo. El arranque es inequívoco: “Yo no he nacido en España / ni en Aragón ni en Reixach, / sino en un pueblo / que llamamos El Masnou, / donde juegan al fútbol / las monjas / en la calle Fontanills, / los niños tienen bigote […] / y en mi casa celebramos / con higos chumbos y cardos / la primera comunión / de mi madre…”.
Los cuarenta y cinco poemas del libro se nos ofrecen como partes de un largo texto unitario que fluye con agilidad y desparpajo
El verso de arte menor permite transiciones rápidas como las del sueño y un trasiego continuo entre pasado y presente, memoria e imaginación. Por el camino, el recuerdo amoroso y obsesivo de la madre, la presencia balsámica de Sònia y los vislumbres de un más allá que no aclara nada y solo induce a más confusión.
Una y otra vez, como en libros anteriores, brota la imagen del niño ante el misterio del sexo, el descubrimiento de los cuerpos ante unos ojos infantiles cuya inocencia invalida cualquier sospecha de obscenidad: “No, tanta teta y tanta nalga / no son mi tema poético / sino que soy yo que de pequeño / vio desde la ventana / orinar a una niña. Y ambos / miramos el chorro / deslizarse por la acera / de la casa de las paredes curvas”.
El jardín del poema se abre aquí, hacia el final, a esa “plenitud del vacío” que rubricaba su libro anterior y que es otra forma de nombrar el camino cada vez más desnudo de la muerte. Con todo, las dos palabras finales del libro son “estoy vivo”. Y estos poemas felizmente insumisos no hacen sino rubricarlo.