Carmen Martín Gaite en una sesión de fotos en casa de Liliana Ferlosio (1980-1985). Foto: Archivo Carmen Martín Gaite / Biblioteca de Castilla y León

Carmen Martín Gaite en una sesión de fotos en casa de Liliana Ferlosio (1980-1985). Foto: Archivo Carmen Martín Gaite / Biblioteca de Castilla y León

Letras

Carmen Martín Gaite a los cien años: la eterna juventud de la escritora total

Conmemoramos el centenario de la autora de 'Entre visillos', que practicó todos los géneros literarios y nunca renunció ni a su identidad ni a sus orígenes.

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Con motivo de alguna de sus visitas a Salamanca, pude ver a Carmen Martín Gaite paseando por la Plaza Mayor con su hermana Ana María. Era fácil apreciar la admiración de ambas por un lugar que, en el caso de la escritora, había frecuentado a lo largo de sus veintitrés años en la capital.

"¡Qué bonita es, madre mía! Es la Plaza Mayor más bonita del mundo […], el centro de la ciudad, una especie de cuarto de estar por el que se pasa varias veces al día", dirá en un documental sobre este espacio único cuyo ambiente se transforma dependiendo de la hora.

Pero esa no fue la única vez que la vi. La recuerdo, sobre todo, en una charla que impartió en la Facultad cuando cursábamos quinto de carrera y a la que asistimos con absoluta devoción.

Carmen conectaba bien con la juventud. Era risueña, aunque tras su alegría se adivinaba una voluntariedad que contradecía el gozo

Tuvo lugar en el recinto en el que recibíamos las clases, no en el Aula Magna como habría correspondido por su carácter más solemne y ceremonioso. La vimos moverse entre los pupitres, pequeña, carismática, con la agilidad de una mujer que parecía mantenerse joven a pesar de los años y una melena plateada que, junto con su boina, formaba parte de su identidad.

Carmen conectaba bien con la juventud. Era risueña, aunque tras su alegría se adivinaba una voluntariedad que contradecía el gozo. Solo más tarde supe el motivo. Corría el año 1986, tal vez 1987 (no recuerdo el mes en el que tuvo lugar el coloquio), y nos visitó por su amistad con Víctor García de la Concha, en ese tiempo profesor de Literatura y asesor de la serie sobre Teresa de Jesús de cuyos guiones se hizo cargo la escritora.

La película, en la que se relataba la vida de la santa, tuvo un enorme éxito de público y de crítica, como recordarán muchos lectores, y fue uno de los trabajos más logrados de Concha Velasco, que hacía el papel protagonista, y de Josefina Molina, su directora.

Por entonces, la vida ya había golpeado a Carmen en diferentes ocasiones, en dos de ellas con especial crueldad. En 1955 murió de meningitis su hijo Miguel con apenas siete meses de vida y en 1985 falleció su hija Marta víctima del sida —había contraído la enfermedad al inyectarse heroína con jeringuillas infectadas—, como tantos jóvenes durante aquellas décadas aciagas. No había cumplido los treinta años y su pérdida sumió a la novelista en una pena profunda.

Asimismo, en 1970 se separó de su marido, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio, cuando la ruptura de una pareja, además de considerarse un fracaso vital, no estaba normalizada como en la actualidad.

Carmen Martín Gaite en 1952. Foto: Archivo Carmen Martín Gaite / Biblioteca de Castilla y León

Carmen Martín Gaite en 1952. Foto: Archivo Carmen Martín Gaite / Biblioteca de Castilla y León

Carmen Marín Gaite había nacido en Salamanca el 8 de diciembre de 1925 (moriría en Madrid el 23 de julio de 2000), en un edificio de la Plaza de los Bandos ya desaparecido (en alguno de sus breves retornos a Salamanca lamentó no haber sabido de su demolición).

Su padre, José Martín López, fue un notario vallisoletano de ideas liberales, y su madre, María Gaite Veloso, una orensana culta y acomodada. El matrimonio Martín Gaite dio a sus hijas una educación progresista y libre de ideas religiosas, muy vinculada al conocimiento de las Humanidades, sobre todo de la Historia y la Literatura, de las que el padre fue un apasionado.

Una escultura sirve como recuerdo del lugar en el que vivió Carmen con sus padres y muy cerca, en esa misma plaza, el Centro Internacional del Español acoge su legado y expone una muestra permanente de fotografías y documentos sobre su vida y su obra.

De niña había recibido una instrucción no normativa que se traslucía en sus actitudes y en sus intervenciones públicas, aunque ella se consideraba una "chica provinciana", como manifestaba en entrevistas con su desenfado habitual. Su familia tenía una biblioteca nutrida en la que pudo leer a Galdós, a Clarín, a Baroja o a Kafka, autores decisivos en su formación.

Cuando alcanzó la adolescencia, estudió en el Instituto Lucía de Medrano, un paradigma educativo en Salamanca, y Filosofía y Letras en la Universidad, donde coincidió con Agustín García Calvo e Ignacio Aldecoa y donde tuvo como profesores a Rafael Lapesa y Salvador Fernández Ramírez. En la revista universitaria Trabajos y días publicó sus primeros poemas y cuentos que firmó con el nombre de Carmiña, el hipocorístico que revelaba la vinculación gallega de la rama materna. A ella le debe la escritora una acusada tendencia hacia lo fantástico y lo sobrenatural, distintivo de su producción literaria.

En la revista universitaria 'Trabajos y días' publicó sus primeros poemas y cuentos que firmó con el nombre de Carmiña

Al terminar sus estudios y tras una breve estancia en Cannes que ampliaría su mirada sobre la realidad, Carmen se trasladó a Madrid, donde volvió a coincidir con Ignacio Aldecoa y donde se integró en un grupo de amigos que con el tiempo configurarían la llamada Generación de los 50, agrupada en torno al Café Gijón. Entre ellos, además de Ignacio, estaban Josefina Rodríguez Álvarez (desde 1952 Josefina Aldecoa), Jesús Fernández Santos, Medardo Fraile, Carlos Edmundo de Ory y Rafael Sánchez Ferlosio, con el que la escritora se casó en 1953.

En esos años de aprendizaje, cuando casi todo estaba por hacer y aquellos jóvenes esperaban el porvenir, fueron fundamentales las reuniones y las conversaciones que tanto enriquecieron al grupo y a sus integrantes. A todos ellos les movía su afición por la literatura ante la que no tenían grandes pretensiones. Solo les impulsaba el deseo de estar juntos, paseando, conversando y manteniendo el contacto humano. En diferentes intervenciones públicas durante su madurez, Martín Gaite lamentaría la pérdida de esa forma sencilla de relacionarse y la desafección por la compañía y la charla a la que conducían las nuevas costumbres sociales que surgieron con la llegada de la televisión.

Durante los primeros años tras su boda, Carmiña debutó con El balneario (1955) y escribió Entre visillos, una novela esencial para entender la literatura del medio siglo, con la que obtuvo en 1957 el Premio Nadal, que Ferlosio había conseguido con El Jarama dos años antes.

Entre visillos es una obra en la que Martín Gaite refleja el provincianismo que tan bien conocía de su tiempo en Salamanca, y centra su argumento en las relaciones entre distintos jóvenes y sus anhelos vitales dentro de una sociedad hipócrita y mojigata en la que las mujeres raramente cursaban estudios superiores y solo abandonaban la casa familiar para casarse.

Sus diálogos —vivísimos— y el conocimiento que demuestra sobre el punto de vista y la voz narrativa se convertirán en su marca

Sus diálogos —vivísimos— y el conocimiento que demuestra la autora sobre el punto de vista y la voz narrativa se convertirán en marca de su escritura. Por aquella época también publicó Ritmo lento (1962), una narración por la que no tenía gran simpatía ya que, según decía, le provocaba angustia. La novela, de acusado carácter psicológico, centra el conflicto en la oposición entre el individuo y la sociedad que lo absorbe.

En un segundo momento de su creación ficcional, Carmiña compuso Retahílas (1974), el relato de la conversación que dos interlocutores mantienen a lo largo de una madrugada mientras esperan la muerte de una anciana que ha regresado al pazo para terminar sus días; Fragmentos de interior (1976), que retrata a una familia de clase media en la España de los años setenta; y El cuarto de atrás (1978), por la que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y en la que experimentó con la metaficción.

Cuenta la historia de una literata que una noche recibe a un misterioso visitante con el que entabla una conversación sobre su infancia y juventud, recuerdos que se entremezclan con observaciones sobre la escritura. El título del texto responde al nombre de la habitación en la que Carmen y su hermana jugaban de niñas en su casa de Salamanca.

Durante la década de los noventa, y después de estancias en los Estados Unidos que resultaron muy productivas para su carrera, la escritora publicó relatos como Caperucita en Manhattan (1990), Nubosidad variable (1992), La reina de las nieves (1994), Lo raro es vivir (1996) o Irse de casa (1998), que gozaron de buenas críticas y del gusto de los lectores.

En ellos reaparecen antiguos temas de sus obras como las relaciones familiares, los recuerdos de infancia y juventud, la identidad, la amistad, el paso del tiempo, la educación de las mujeres o la necesidad de conseguir un interlocutor, que se suman a las preocupaciones existenciales, la indagación en la complejidad psicológica de los individuos, las reflexiones sobre el acto de crear, los protagonistas extraños y enigmáticos, los personajes femeninos que tratan de salir de una realidad opresiva para alcanzar la libertad, cierto componente lírico y una constante mezcla entre la realidad y lo fantástico, a menudo vinculado con lo onírico.

Pero Carmen Martín Gaite no se quedó solo en la ficción, campo en el que, además de novela, compuso poesía y teatro, sino que también escribió guiones para la televisión (tenía un talento fuera de lo común para captar el habla de la gente), diarios (entre los que cabe mencionar sus reconocidos Cuadernos de todo), conferencias, discursos y artículos.

Sus ensayos revelan a una mujer de enorme sensibilidad y perspicacia que investigaba sobre la historia y la cultura de otras épocas como se revela en El proceso de Macanaz (1970) o en Usos amorosos de la postguerra española (1981), título que revitalizó uno anterior —Usos amorosos del dieciocho en España (1973)— que en su primera edición no había obtenido el éxito esperado.

El cuento de nunca acabar (1983), su trabajo más personal en este ámbito, recoge consideraciones sobre la vida y la composición en las que Carmen explora lo cotidiano desde su singularidad de escritora total que nunca renunció ni a su identidad ni a sus orígenes.