Karpin, Dasáyev, Onopko, Lediakhov y Mostovoi. Ilustración de Patricia Escolar

Karpin, Dasáyev, Onopko, Lediakhov y Mostovoi. Ilustración de Patricia Escolar

Último pase por Alberto Ojeda

Gorbachov, ¿héroe o traidor? Los futbolistas ‘soviéticos’ sentencian

El libro 'Venidos del frío', de Francisco Herranz y Manuel Vega, da voz a los jugadores de la extinta URSS que llegaron en masa a la Liga española en los años 90: Karpin, Mostovoi, Dasáyev...

4 junio, 2021 18:19

Reestructuración, reforma, renacimiento… Son tentativas de trasvasar al español el término perestroika, que dio nombre a la estrategia de Gorbachov encaminada a modernizar el régimen soviético para que no terminará implosionando. Más transparencia y apertura fueron los mantras que guiaron esta política. Gorby pretendía también distender un poco la relación con el bloque capitalista, lo que consiguió con acuerdos como el de reducción de cabezas nucleares alcanzado con Reagan. La perestroika tuvo consecuencias muy relevantes también en el deporte, sobre todo en el fútbol.

Los jugadores locales, por fin, pudieron salir del país y enrolarse en las filas de los grandes clubes europeos. España, curiosamente, fue el destino predilecto de las figuras del Spartak, CSKA, Dinamo de Kiev… El pionero de esta oleada fue el ya legendario cancerbero Rinat Dasayev, que escapó del ‘fresquito’ de Moscú para recalar en Sevilla (menuda oscilación térmica). Llegó en el 88 y dejó la puerta entornada para que, en la década de los 90, ya con la URSS en el depósito de cadáveres, incursionaran en la piel de toro una larga lista de futbolistas de su tierra: Mostovoi, Karpin, Onopko, Lediakhov, Rádchenko, Popov, Salenko, Kornéyev, Kuznetsov, Nikíforov…

Valga un dato para calibrar el carácter masivo del fenómeno: de los 22 miembros de la selección rusa del Mundial 94, doce jugaban o jugarían aquí. Un desembarco detrás del cual se entrelazan la geoestrategia terminal de la Guerra Fría con las historias individuales de integración cultural y deportiva de todos los citados. En este capítulo curioso de nuestra Liga se han sumergido los periodistas Francisco Herranz (fue corresponsal de El Mundo en Moscú entre 1991 y 1996) y Manuel Vega. El fruto de su reconstrucción es Venidos del frío (Libros.com), un volumen de amena lectura, hilvanado por la narración en primera persona de un personaje de ficción pero verídico (un exfutbolista ruso retirado por lesión y casado en segundas nupcias en España) y salpimentado con jugosas declaraciones de los protagonistas, estos totalmente reales.

Llama la atención por ejemplo la visión que ofrece alguno de ellos de Gorbachov, tan ensalzado en el discurso oficial de Occidente. Frente a esta aproximación panegirista al hombre que fracasó en el intento de mantener con vida a la URSS, destacan las opiniones del zar Mostovoi, que tantas alegrías le dio al Eurocelta, y de Onopko, el jugador que a Cruyff le parecía un encofrador y echó raíces en las faldas del Monte Naranco, en Oviedo. ¿Héroe o traidor? Esa es la cuestión. El primero, que siempre se caracterizó por no esconder sus pensamientos, por molestos que fueran, deja esta perla: “Con él, un país tan grande, fuerte y potente se fue a la mierda”.

El segundo, que llegó en el 95 a España con sus hijos pequeños (una de sus niñas acabaría representando a nuestro país en la selección de gimnasia rítimica), comenta, templando gaitas: “Hizo cosas raras que a mí no me gustaron. Quitó el Muro de Berlín, y eso estuvo bien. Pero después unió Alemania e hizo separar la Unión Soviética en quince repúblicas. Dividió, y eso no me gusta”. Se percibe en ambos cierta nostalgia de la vieja grandeza soviética, un sentimiento que, por cierto, es muy común entre ciudadanos de la extinta Yugoslavia. Sus afirmaciones confirman lo que nos decía el biógrafo de Gorbachov, William Taubman, en una entrevista de 2018: veneración en el exterior, caña en el interior.

En general, aprendieron la lengua cervantina rápido. Karpin, otro emblema del Eurocelta (cuánto añoran en Balaídos aquella época) e ídolo también en Anoeta, tardó un tiempo récord en manejarlo con solvencia. Lo cuenta Alberto, portero de la Real en los tiempos en que el mediapunta estonio vistió la camiseta blanquiazul: “Al principio solo hablaba ruso pero hablaba por los codos. Y era una persona que se hacía entender, muy vehemente en las expresiones. Pero el tío tardó solo dos meses de calendario en hablar castellano. Eso te dice la implicación que tenía”. Dobrovolski, que estuvo en el Castellón y en el Atlético de Madrid, y el mencionado Mostovoi sobresalieron asimismo en la celeridad de la asimilación lingüística. Cuando leía estos detalles me acordaba de Bale o Beckham, absolutos negados en este terreno. Lo digo a tenor de lo poco que se prodigaron en actos públicos manejando nuestros vocablos y nuestra sintaxis. Pero, bueno, ya conocemos el desinterés general de los ingleses en profundizar en otros idiomas, para eso ya estamos todos los demás obsesionados con aprender o mejorar el suyo.

Tampoco les costó adaptarse a los métodos de entrenamiento imperantes en España, mucho más suaves en términos de disciplina de los impuestos en sus respectivos clubes. El deporte en la Unión Soviética era cuestión de Estado. O sea, cuestión de orgullo. Otro campo de batalla en el que dirimir su enconada rivalidad con los Estados Unidos. En ese contexto, los centros de alto rendimiento no diferían mucho de cuarteles: ordeno y mando. Karpin alucinó cuando Toschack le dio cuartelillo un par de días tras su primera pretemporada en Donosti. “Haz lo que quieras, pasado mañana te espero en el hotel”. No se lo podía creer. Aquella libertad no fue contraproducente: ni se descentró ni su afán competitivo se resintió. Karpin tenía claro a lo que venía: a ganar.

En cuanto a la estrategia y posicionamiento en el campo, también notaron algunas diferencias. Onopko, al que le encantaba el detallismo y el rigor con el que se analizaba el fútbol en programas como El día después (seguro que estará desencantado con la degeneración de ese modelo hacia tertulias forofas y tabernarias), explica las relativas a la defensa, que en España se estilaba en zona con una línea de cuatro mientras que Rusia se tendía al marcaje al hombre, al viejo estilo italiano.

No hubo campeones de Liga rusos en aquella etapa. Pero equipos como el Racing o, como ya dijimos, el Celta recibieron un espaldarazo gracias a su aportación. Disciplina, entrega y técnica eran virtudes que atesoraban casi todos. También hubo fiascos. Es curioso que Toschack nunca quiso más de un ruso en su equipo. No está claro muy bien por qué razón. Pero en el caso del Sporting se comprobó que aquella limitación pudo ser acertada. En 1997, con Lediakhov, Chérysev y Nikíforov en su plantilla, firmó una temporada desastrosa: sólo obtuvo 13 puntos, lo que le valió el descenso, quedándose a 26 del penúltimo, el Mérida. Cuentan Herranz y Vega que en Gijón empezó a cundir un chiste. “¿En qué se parece el Sporting y la nave Mir? En qué cuántos más rusos meten peor funciona”. Aquel módulo espacial, recordemos, fue puesto en órbita en el 86. Para el 97 ya amenazaba ruina por la obsolescencia (estaba diseñado para aguantar cinco años) y empezó su progresiva desintegración. La retranca española no desaprovechó la coincidencia para hincar su pullita.

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