Image: Un atlas atomizado

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Exposiciones

Un atlas atomizado

Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?

3 diciembre, 2010 01:00

Rosemarie Trockel: El intus legere en el gótico manierista, 1988

Comisario: Georges Didi-Huberman. Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 28 de marzo.

A partir del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, el Museo Reina Sofía recorre la historia del arte del siglo XX y hasta hoy.

Cuando Aby Warburg ingresó en abril de 1921 en Bellevue, la clínica psiquiátrica del Dr. Binswanger, se decía culpable, por haber despertado a los demonios paganos del oscurantismo, del desencadenamiento de la I Guerra Mundial. Lo cuenta Georges Didi-Huberman en su fascinante libro La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (Abada, 2009), germen de este proyecto expositivo. El historiador puso sobre sus espaldas el sufrimiento de la humanidad a imagen del titán Atlas, condenado a soportar la bóveda de los cielos. En la pequeña sala que abre la exposición se reúnen varios sufridos "porteadores": un dibujo del s. XVI del Atlas Farnese, dos fotografías de August Sander y un dibujo de Goya, además de un amorfo "torso" atado de Bruce Nauman que hace pendant con el decapitado Atlas. La elocuente agrupación resume algunos de los conceptos fundamentales creados por Warburg: la supervivencia y la migración de las formas, el arcano lenguaje de los gestos, la imagen-síntoma o la consideración de sí mismo como "psico-historiador", a la vez que hace referencia a su obra capital, el Atlas Mnemosyne.

El clave de esquizofrenia
Lamentablemente, esta coherencia inicial se va diluyendo a medida que se avanza en el recorrido. Se trata sin duda de una exposición muy ambiciosa y seria, con una voluntad de hacer historia, de explicar aspectos fundamentales en el devenir del arte del siglo XX, pero son tantos los focos de atención y las derivas de las ideas manejadas, con altibajos en la idoneidad de las obras para expresarlas... que acaba por no ser ni una muestra sobre Warburg, ni una muestra sobre el Atlas, ni sobre el archivo, ni sobre los mapas, ni sobre la sinrazón, y a la vez todo ello. La esquizofrenia, que padeció Warburg y que pasó a ser para él una clave interpretativa para el arte, planea sobre esta exposición, la cual empezó a gestarse estando Juan José Lahuerta vinculado al MNCARS, se canceló al cesar Ana Martínez de Aguilar como directora y fue retomada por Manuel Borja-Villel, que es su co-comisario más o menos a la sombra. Quizá esa bicefalia, que Didi-Huberman califica como enriquecedora, haya agravado la atomización.

La exposición, que viajará al Museum für Neue Kunst, Karlsruhe y a la Sammlung Falckengerg de Hamburgo, se estructura en cuatro grandes bloques y nada menos que dieciséis capítulos, bastante heterogéneos, en los que suelen yuxtaponerse, como en el Atlas de Warburg, obras de diferentes épocas y procedencias. El primer bloque, "Conocer por las imágenes", arranca muy bien con la citada sala y proyectos de artistas que intentan ordenar con criterios caprichosos la historia del arte... pero se intercala una sección que es ya un poco confusa, pues mezcla diversos "álbumes" de imágenes con los abecedarios. A continuación entra en escena Walter Benjamin -tema para otra exposición- con la figura del trapero, asociada a recopilaciones de imágenes o documentos encontrados. El segundo bloque, "Recomponer el orden de las cosas" incluye buena parte de las obras más interesantes de la exposición en capítulos que tratan sobre la historia natural, lo informe y el juego con las imágenes. Blossfeldt, Painlevé, Paul Klee -un delicado herbario-, Ernst, Stieglitz, Brassai, Polke, Marey, Coleman... todas obras magníficas. Mas la coherencia queda ensombrecida por los depósitos de agua de los Becher, introducidos con calzador, como la obra de Hains y Villeglé. Tampoco es convincente la sección que cierra el bloque, sobre el tablero de juego, con trabajos muy discordantes de Giacometti, Pedro G. Romero o Fischli & Weiss, quienes, por mucho que ilustren un concepto que pueda ser pertinente, no tienen nada que ver ni entre sí. Y no queda clara su relación con la línea argumental. El catálogo no soluciona las dudas, pues el estupendo ensayo de Didi-Huberman habla de mil asuntos subyugantes a lo largo de más de 200 páginas pero dedica dos escasas a la exposición y al porqué de sus elecciones.

La cartografía del paseante
"Recomponer el orden de los lugares" nos lleva a otra acepción de la palabra "atlas" -de nuevo, a otra exposición-. La sección de mapas, aunque breve, es coherente, al igual que la de postales y sellos, pero la que nos quiere explicar la coexistencia de formas de representación en los atlas geográficos, aun presentando obras de grandes artistas como Matta-Clark, Smithson, Albers, Roni Horn... es muy inconexa. Luego lleva el comisario esa diversidad en la cartografía del espacio a la ciudad, de la mano de la figura del "paseante" y del situacionismo; algunas obras, como las de Haacke o LeWitt, sí denotan una intención de "mapear" las calles pero otras resultan accesorias. Finalmente, cuando llegamos a "Recomponer el orden de los tiempos" es casi mejor soltar el hilo de Ariadna y perderse en el laberinto, concentrándonos -una vez más en el Reina Sofía sin ayuda de las necesarias explicaciones- por las casi siempre muy interesantes obras individuales. Nos encontramos luego, sin saber cómo, en la I Guerra Mundial -¿qué hace aquí Ignasi Aballí?- y salimos atendiendo al lenguaje de gestos de diferentes obras con las que se quieren actualizar "las fórmulas del pathos". Otra vez Warburg.

Una aventura arriesgada
Una conocida comisaria española me dijo hace poco que cuando los historiadores organizan exposiciones suelen querer meterlo todo, demasiadas obras. Es lo que le ha pasado a Georges Didi-Huberman, cuyo prestigio como investigador y escritor es enorme pero cuya experiencia curatorial es limitada: no tanto por el número de piezas que, siendo abundantes no resultan excesivas, sino por las ramificaciones del argumento. Ya sabemos que el método de Warburg tuvo que admitir en su seno lo inconcluso, lo fragmentario y hasta cierto punto lo inconcreto, pero llevar esas características al discurso expositivo es arriesgado. En cualquier caso, se trata de una aventura intelectual en la que merece la pena embarcarse, y demuestra una meritoria ambición, por parte del Museo Reina Sofía, de hacer exposiciones de gran calado.