Image: Miró telúrico

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Exposiciones

Miró telúrico

19 junio, 2008 02:00

Paisaje catalán (El cazador), 1923-1924. Moma, Nueva York.

Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 14 de septiembre

Comisariado por Tomàs Llorens llega al Museo Thyssen-Bornemisza un novedoso recorrido por la obra de Miró. Por primera vez, la tierra es el objeto de una amplia exposición monográfica del artista, que pasea asimismo por toda su trayectoria, desde 1918, año de su primera individual, hasta su muerte en 1983. Son unas 70 obras, pinturas en su mayor parte, procedentes de importantes museos y colecciones de todo el mundo. La exposición se podrá ver hasta el 14 de septiembre.

Frente al Miró etéreo, pintor del vacío, de los signos diseminados en el espacio y de los trazos imaginarios de su serie de Constelaciones, que fue la interpretación del artista que nos propuso la exposición Campo de estrellas organizada por el Museo Reina Sofía en 1993, con comisariado de Margit Rowell, nos encontramos ahora, quince años después, con la sorpresa de esta otra exposición formidable, Miró:Tierra, organizada por el Museo Thyssen-Bornemisza y comisariada por Tomàs Llorens. Esta retrospectiva ofrece un recorrido inédito sobre la obra de Miró, testificándolo como pintor de lo terrenal, de la materia dura y compacta, y de las realidades de la vida, que se reafirma asentando los pies y la sangre sobre el suelo. Es una exposición que no opone perspectivas, sino que atiende a modelos bipolares de Miró, presentando la otra cara de su moneda, una cara -si no oculta- generalmente desatendida.

La clave de este "otro" Miró es de orden telúrico, entendiendo por telurismo la influencia determinante que el suelo de una comarca -en su caso, la de Mont-roig, en Tarragona- ejerce sobre sus habitantes. Sus padres adquirieron la masía de Mont-roig para que Joan convaleciera allí de una grave enfermedad, y allí pasó, a partir de 1917, los veranos de su juventud, practicando el arte de la pintura, cuyas bases cursaba en Barcelona. El brillante inicio de la exposición reúne tres de los seis paisajes de aquella tierra que el artista pintó entre 1918-19: Huerto con asno, La casa de la palmera y Pueblo e iglesia de Mont-roig, obras iniciales de su itinerario creativo, caracterizadas por el predominio de la línea y por una pasión detallista que las refiere a la vez a los murales románicos, al franciscanismo transparente de los primitivos italianos, y a la precisión de las estampas japonesas. Comentando estos óleos, Miró decía que, a pesar de sus "desenfoques" y síntesis, "no he despreciado nada de la realidad, convencido de que todo está contenido en ella; lo que hay que hacer es pintarlo". O sea, representar lo terrenal y el sentimiento interior que ello provoca. Aún así, urgía dar otro segundo gran paso: el de la ruptura con cualquier tradición, según postulaban las vanguardias de París, que Miró asumió por libre en nuevos paisajes -Tierra labrada, Paisaje catalán, La ermita- y figuraciones singulares -las versiones de Campesino catalán- que realizó en 1923-24, llenas de fantasía, de humor y de lo que Llorens denomina "poética de la transparencia": expresión del cubismo sintético en un lenguaje cada vez más nítido, en el que las formas se superponen e integran en unidades complejas, ingrávidas y transparentes. Es ya el Miró emblemático, que desemboca en el lirismo y simplificación extrema de los "paisajes del origen" -Paisaje con conejo y flor, Paisaje (La liebre)-, influidos por Arp y Ernst y realizados entre 1925-27, sin fidelidad plena al surrealismo.

La felicidad del "primer Miró" hace crisis en esta retrospectiva en las salas dedicadas a "poliformismos" y "figuras plutónicas". Poliformismos fue un tiempo duro (1928-31): Miró dejó de pintar y realizó dibujos, collages, objetos y construcciones tridimensionales, "buscando medios de expresión; esta ardiente pasión que me guía siempre". Fue un periodo agresivo, en que el artista trató de "asesinar la pintura" y de hallar la "aparición" de nuevos símbolos en la tactilidad de los medios. Seguidamente (1932-36) dejó París y regresó a Barcelona, a la casa de su madre, instalando su estudio en la habitación donde él había nacido. Retorno amargo, pero que propició otro reencuentro con lo originario y nuevos ensayos de materia, combinando óleo, caseína, alquitrán y arena sobre masonite y, a veces, sobre cobre y celotex.

Ello nos introduce en el gran propósito y logro mayor de esta muestra: la afirmación demostrativa de Miró como pintor fundamental -con Picasso y con Matisse- de la modernidad. Lo prueban las salas dedicadas al retorno definitivo del maestro a España durante la segunda guerra mundial, dedicándose entre 1940-63 al grabado, a la escultura y a la cerámica, y, en especial, las sobrecogedoras salas que -tituladas Ciclos- recogen las elegías de sus pinturas monumentales últimas (de 1964 hasta su muerte), en las que Miró llega a abandonar el tiempo histórico para desarrollar su creación pictórica en un tiempo absolutamente personal, mironiano, reafirmando, además, sus influjos internacionales, desde los ya habidos sobre los jóvenes maestros de la Escuela de Nueva York, hasta los presentidos por los últimos neoexpresionistas alemanes. Así lo corroboran las pinturas sacrificiales de la serie Mujer y pájaro, las obras sobre lonas y sacos cosidos y las temibles Cabezas escultóricas de 1980-81, en que la terribilidad de la muerte se ofrece en trance de cambio a una imprevista vida nueva. El Miró último, escatológico, volviendo a ser el de ahora mismo y siempre.