Durante los últimos días he recibido el mismo chiste enunciado de formas muy distintas. Una de las fórmulas más cómicas es aquella que dice: “los dueños de los videoclubs bloquean la diagonal para que la Generalitat obligue a los ciudadanos a que busquen en Netflix la película que van a ver 12 horas antes”.

Se ridiculiza así un concepto que estos días repite en Madrid el ‘Mesías del Taxi’, Tito Álvarez: “Que se metan la tecnología por el culo”. La precontratación, la obligación de reservar tu Cabify o tu Uber con mucho tiempo de antelación, es una forma de embridar los avances tecnológicos que han hecho que sea tan rápido o más pedir un coche a través de una aplicación que levantar la mano en plena calle. 

Es una nueva versión del movimiento ludita, que alentó la destrucción de telares a principios del siglo XIX. Tito es un nuevo Rey Ludd, el líder mítico de los rompemáquinas. Y, como él, practica lo que el historiador Eric Hobsbawm denominaba “negociación colectiva por disturbio”.

Hasta ahora, nada nuevo. Más allá de matizar algo que he escrito ya en numerosas ocasiones: no existe ninguna prueba de que Cabify o Uber hayan supuesto un perjuicio económico real al Taxi, ni de que vayan a suponerlo en el futuro. 

Cuando en Cataluña el Gobierno de Quim Torra reaccionó ante los viriles empellones del taxi entregándose por completo y plegándose a sus exigencias, probablemente estaba prevaricando, pero no estaba innovando. 

No es la primera vez que el Estado frena a través de la legislación lo que puede hacer o no una máquina. Ni será la última. De hecho, es legítimo pensar que muchos gobiernos terminarán por poner en vereda a Facebook por cómo ha utilizado con fines torticeros los datos de los usuarios, llegando a amenazar la calidad de las democracias occidentales. A veces el anuncio tiene razón y la potencia sin control no sirve de nada.

Pero este viernes las tornas cambiaron. 

La Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid están ofreciendo al taxi algo que probablemente sea menos dañino para las VTC que la precontratación en tiempo, pero que es mucho más disparatado desde un punto de vista filosófico. Cuando hablan de forzar un sistema por el cuál los consumidores no podrán contratar con una VTC que esté a menos de 300 metros, no se están limitando a regular la tecnología, sino que están obligando a la tecnología a actuar en contra de los intereses de los usuarios

La geolocalización, ¿mi enemiga?

Si normalmente tenemos activada la geolocalización para recibir un servicio eficiente, ahora nos obligarán a tenerla encendida para asegurarnos de que sea todo lo ineficiente que exigen los taxistas. Ya no consiste en obligar a Netflix a obligarnos a reservar con tiempo la película que queremos ver. Quieren asegurarse de que la geolocalización del teléfono se asegure de que sólo somos capaces de ver nuestras series favoritas sentados en el retrete.

Por supuesto, no es el único caso en el que se utiliza la geolocalización para garantizar que un servicio se utiliza de forma adecuada. Un buen dron, por ejemplo, no es capaz de adentrarse en una zona de exclusión aérea. La geolocalización también va contra el usuario cuando se utiliza para evitar que vea ciertos contenidos en función del país en el se encuentra. Pero la gran diferencia es que en dichos casos se utiliza la tecnología para perjudicar al usuario, se utiliza para garantizar que cumple la ley o las condiciones del servicio que ha contratado.

Habrá quien diga que obligar al GPS de tu móvil a traicionar a su dueño y aliarse con los intereses de un grupo de presión violento que está tomando por asalto las instituciones para garantizar sus privilegios es maravilloso. Pero también hay quien dice que Benzema no mete goles, cuando lleva treinta más que Butragueño en dos temporadas menos.

Y ojo, que desde el punto de vista de Ayuntamiento, Comunidad y usuarios esta medida tiene cierto sentido, al menos si nos ceñimos estrictamente a la negociación. Esta restricción, de ponerse en marcha, no afectará muchísimo a los madrileños y es menos dañina para todas las partes que la precontratación. Casi nunca viene a recogerme un Cabify que esté a menos de un kilómetro.

Pero sí incorpora una concesión muy importante para ciertos taxistas: alejar a las VTC de los aeropuertos y de las estaciones de tren. Y si lo que quieren Garrido y Carmena es desactivar a los taxistas más cazurros, aquí tienen a su público objetivo. Los taxistas más beligerantes y radicales con los que me he topado son los que se pasan la vida de charla en la bolsa del aeropuerto y los que no consiguen puntuaciones decentes en aplicaciones como MyTaxi. A menudo, los radicales tienen coches piojosos, malos hábitos o la odiosa costumbre de adoctrinar al cliente en lugar de prestarle un buen servicio.

Taxistas luditas

Muchos taxistas se han hecho luditas no porque teman a la competencia tecnológica, sino porque la tecnología, tanto la que utilizan las VTC como la que ha desarrollado MyTaxi, les impide engañar a los extranjeros, hacer el vago en las paradas mientras otros taxistas se hinchan a coger carreras, o utilizar emisoras carpetovetónicas que tradicionalmente te han cobrado una suma importante sólo por el desplazamiento que, supuestamente, ha hecho el taxi para llegar al lugar en el que te recoge. Y, lo más importante, la tecnología da a los consumidores el poder de juzgar su rendimiento y de denunciar los abusos. 

Mis problemas con esta medida tienen menos que ver con la negociación que con mi forma de entender lo que debe hacer por nosotros la tecnología. Comunidad y Ayuntamiento no sólo están apostando por encadenar a las VTC para entregar sus clientes al taxi. Están utilizando a los clientes para encadenar a las VTC. Están convirtiendo la tecnología, que debería ser el aliado de los consumidores, en su enemigo.

Podemos debatir mucho sobre si es normal que entreguemos tanta información sobre nosotros mismos a las grandes multinacionales de Internet. Pero regalar nuestros datos sólo para conseguir que nuestro coche llegue más tarde es una idea de casquero. La prueba incontestable de que apaciguar a los rompemáquinas del siglo XXI es más importante para nuestros gobernantes que el sentido común.

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