En la década de 1960, el experto y profesor de marketing Ted Levitt, escribía un brillante artículo en la revista Harvard Business Review en el que describía lo que él denominó como la miopía del marketing.

Para Levitt, la miopía del marketing se presentaba cuando las empresas se centraban en el producto como finalidad y razón de ser de la empresa, en lugar de enfocarse en el cliente y hacer que sus productos o servicios evolucionaran al mismo tiempo que sus necesidades de consumo. Así es cómo las empresas centradas en sí mismas pierden de vista lo que su cliente realmente quiere, hasta que esa miopía supone su regresión hasta llegar a una inevitable extinción.

Un taxi es una cabina telefónica que aún no lo sabe, se comentaba el otro día en Twitter. Y qué gran verdad supone pensarlo: la necesidad del consumidor era poder comunicarse, pero aparecieron alternativas en forma de teléfonos móviles que supusieron la preferencia del consumidor por estos últimos. El negocio de la cabina telefónica había muerto, no porque la gente no necesite un teléfono, sino porque otros medios lo ofrecían mejor para las necesidades del cliente.

No veo comerciantes tradicionales manifestarse contra Amazon, como tampoco lo hicieron en su momento contra El Corte Inglés, sino que unos primero y después hasta el propio gran almacén, centraron sus esfuerzos en mejorar sus servicios para poder ser la opción preferida por los consumidores, en una carrera hacia la competitividad. Tampoco protestaron, al menos de esta manera que estamos viendo estos días, los servicios de correos de todo el mundo ante la llegada del correo electrónico, ni las salas de cine ante la realidad que supone Netflix y compañía. Al revés, replantean sus operaciones para centrarse en el cliente con más fuerza aún y que éste quiera darles una oportunidad.

El caso del taxi es especialmente grave. Sin duda deberían empezar por una autocrítica muy severa: ¿por qué Cabify o Uber tienen este éxito?, ¿qué tienen que los clientes los prefieren con respecto a nosotros?. Querer prohibir la existencia de competencia supone evidenciar que no solo soy peor que ellos, sino que además no tengo mucha intención de mejorar.

Ser la única opción posible para el cliente supone la victoria de la mediocridad. Querer poner trabas a los avances tecnológicos y al deseo de las personas, implica querer nadar contracorriente, y eso es algo que normalmente acaba mal.

Déjenme que les cuente y que mantenga al protagonista en el anonimato. Tengo un amigo taxista que hace tiempo que quiso cambiar: su coche está impoluto, tiene wifi, todos los cables para cargar teléfonos o incluso una toma de 220 voltios para un ordenador portátil, acepta todas las tarjetas de pago incluso American Express, ofrece agua a sus clientes y encima procura ir vestido con corbata. Sus compañeros, durante mucho tiempo lo han ignorado. Está claro que ser diferente y querer destacar ofreciendo un servicio que lo convierta en una opción preferente es un hecho complicado en un sector anclado al conformismo que proporciona estar protegido por un monopolio con licencia oficial.

La culpa de todo esto la tienen aquellos que no quisieron intervenir una situación que se veía venir de lejos porque además ya pasó en otros países anteriormente. Mientras que los monopolios nunca son buenos y en las últimas décadas son varios los que afortunadamente hemos visto caer, las instituciones oficiales han sido testigos mudos de la especulación con licencias que costaron unos pocos miles de euros inicialmente, hasta llegar a precios de hipoteca a 30 años. Nuestros políticos tienen lo que merecen: una situación descontrolada que no quieren atajar con firmeza porque nadie quiere arriesgarse a perder votos en mitad del populismo mediático, pero mientras tanto hemos de asistir a un dantesco espectáculo de taxistas que se arrojan a otros vehículos cuando no son otros los que apedrean a aquellos que se han propuesto hacer las cosas mejor para satisfacer con mayor éxito las necesidades del cliente.

El taxi, generalizando porque siempre hay honrosas excepciones, ha perdido una oportunidad histórica de reivindicarse como servicio que tiene su foco en el cliente y que mejora sus servicios para ser la opción preferida por las personas. La miopía del marketing pone a todos en su sitio, porque es el consumidor quien tiene la potestad de decidir qué prefiere hacer en cada momento.

La cuenta atrás ya ha comenzado, y solo habrá sitio para los mejores. A eso no le le podrá nunca poner trabas.