La película Guerra Mundial Z, protagonizada por Brad Pitt, comenzaba con una escena trepidante. Un hombre que lleva a los niños al colegio se encuentra con que el tráfico se ha detenido. Algo está pasando a pocos metros de distancia. Hordas de locos se arrojan contra los coches, atacan a los viandantes y llevan el caos allá donde pasan, en una espiral contagiosa e ilimitada de violencia. 

En los últimos días hemos visto escenas similares en la guerra sin cuartel del Taxi contra el sentido común. Insensatos arrojándose delante de vehículos, escraches a políticos, ataques a periodistas, guardias civiles heridos, puñetazos a policías, cortes de carreteras… Distopía para todos los públicos.

El Taxi, movilizado por elementos radicales, y gracias al apoyo inagotable de Ada Colau -la misma iluminada que ha conseguido que el carsharing no exista en la Ciudad Condal-, se ha convencido de que puede hacer lo que le dé la gana con el objetivo de aniquilar a la competencia. Y no hay límites para lo que pueden llegar a conseguir, porque su voluntad es claramente superior a la de unos representantes de la ciudadanía sin espina dorsal. El orgullo de Nietzsche. Están tan crecidos que ni siquiera quienes prendieron fuego a la hojarasca son capaces de detener el fuego.

Los taxistas radicales han utilizado sin complejos todos los recursos del populismo. ¿Triunfan los chalecos amarillos en Francia? Pues a enfundárselos. ¿Les va bien a los CDR? Pues a utilizar su retórica, a insistir en que no hay democracia en España y a hablar de cortar fronteras y de “internacionalizar el conflicto”. ¿Donald Trump miente sin parar? Pues nada, a repetir mentiras sobre quién paga más impuestos, sobre la dignidad de los puestos de trabajo o sobre el daño que hacen Uber y Cabify al taxi. Y a correr.

Porque una de las cosas más descabelladas de todo esto es que, al menos todavía, no estamos hablando de un sector económico que se enfrente a la destrucción debida al advenimiento de la cuarta revolución industrial. Aunque el Foro Económico Mundial que se celebra estos días en Davos esté alertando de que el coche autónomo terminará por acabar con los taxistas, queda mucho para que algo así suceda. El Taxi, en estos momentos, sólo lucha contra otros conductores bajo el mantra de que son malvados y les roban sus trabajos. Un mantra que es mentira. Totalmente falso. 

El Taxi no puede demostrar que la existencia de Cabify o Uber le haya supuesto ni un euro menos de ingresos en los últimos años. Los datos del Instituto Metropolitano del Taxi (Imet) que se recogieron para el expediente de fusión entre Hailo y MyTaxi insistían en un fuerte crecimiento del uso del taxi en Barcelona. Como mucho, se puede apelar al “lucro cesante”, la fantasía de que si no existiesen las VTC, se quedarían con toda su facturación. Los taxistas pueden imaginarse que cada Uber que les pasa por delante es un cliente que, de no existir la competencia, hubiese cogido un taxi, igual que un exhibidor de cine puede lamentar que exista Netflix o una franquicia de Burger King podría preferir que McDonald's desapareciera. 

Pero lo cierto es que no he visto ningún dato que demuestre un perjuicio de las VTC al modo de vida de los taxistas. Incluso creo que el aumento de la competencia y la aparición de aplicaciones como MyTaxi ha contribuido a la multimodalidad en el transporte urbano y ha facilitado que, en general, los urbanitas dejemos más los coches en casa y optemos por otros modos de transporte. 

La Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMC) lo ha dicho muchas veces. El taxi no sólo no ha dejado de ganar dinero en los últimos años sino que, incluso en las fases alcistas del ciclo económico, se ha asegurado de que no aumente el número de licencias para blindar el valor de las suyas. “A medida que la demanda se expande pero la oferta permanece fija o no evoluciona de acuerdo con la demanda, los operadores incumbentes se apropian de rentas cada vez mayores, lo que les incentiva a influir en la actuación de la Administración”, ha señalado el regulador.

La enorme mentira de la ratio 1/30

A los taxistas y a políticos como Manuela Carmena se les llena la boca con la idea de la importancia de la ratio 1/30, que tantos conductores llevan pegada al coche como si fuese el undécimo mandamiento. Justo después de aquello de “no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo, ni su tierra, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”, iría la ratio 1/30. 

El problema es que la dichosa ratio dejó de existir entre 2009 y 2013, un periodo en el que brevemente imperó el sentido común y se apostó por un empuje liberalizador con la Ley Ómnibus. Así pues, todas las licencias solicitadas en ese periodo son válidas porque, como ha defendido desde entonces el Supremo, cumplían escrupulosamente con la ley.

Me encanta este párrafo de una de las sentencias del Alto Tribunal sobre esta cuestión, que es de plena actualidad: “La actuación de la Administración del Estado para coordinar sus competencias con las de las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales no puede, lógicamente, traducirse en actos o resoluciones que adopten criterios interpretativos, o normativos, contrarios a las exigencias legales o carentes de la necesaria cobertura. La mera coordinación interadministrativa no puede servir de título para imponer a los operadores económicos en un régimen de libre mercado restricciones que no tengan una expresa cobertura legal”. Esa frase deberían llevarla cosida al traje los abogados de las VTC en las batallas legales que se avecinan contra tanto despropósito.

Lo peor de todo es recordar que la ratio 1/30 es profundamente arbitraria y no existe más que como una solución generada en un despacho para contentar al Taxi, que apareció mucho antes del nacimiento de Uber y Cabify. No surgió, ni mucho menos, ateniéndose a ningún criterio técnico relacionado con el servicio, la demanda o el sentido común. Que algo llegue a norma porque un grupo de presión amenaza violentamente a la ciudadanía es malo. Que me convenzan de que, además, tiene sentido, es imposible.

Más allá de que puedas admirar al Taxi por el tamaño de sus enormes gónadas y su implacable tenacidad, es obvio que no tienen razón y que simplemente intentan defender sus privilegios. Hablamos de un sector que se ha manifestado para protestar por cosas tan peregrinas como la creación de líneas públicas de autobuses desde un aeropuerto y que ahora pretende eliminar a Cabify, el primer unicornio español, simplemente, porque ha descubierto que puede hacerlo. 

A las VTC, una vez caiga el frente del Ebro, sólo les quedará Madrid y las palabras de Ángel Garrido, presidente de la Comunidad de Madrid, que está haciendo las veces de Juan Negrín. Hasta ahora, Garrido ha dicho que se negará a "legislar para acabar con un sector". Qué paradoja. Justo ahora que no es el candidato de su partido a las autonómicas, descubrimos que es un político muy corajudo. O quizá es valiente porque no tiene nada que perder.

El problema es que los amantes de las películas de zombis sabemos lo que pasa cuando te quedas aislado. Da igual que hablemos de un centro comercial, una granja, una cárcel, una estación de tren o una urbanización. La derrota es casi segura. ¿Lo bueno de todo esto? Que esto es un cine de sesión continua y, después de la peli de zombis, echan una de abogados.

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