Hace unos años experimenté el auge de Pepephone, una compañía surgida en el seno de Globalia, que se independizó para convertirse en una de la compañías más interesantes de España y que fue vendida por 160 millones de euros al grupo MásMóvil. Éste la utilizó como palanca para hacerse después con Yoigo y para consolidarse como el cuarto operador en España. 

Dicha compañía era especial porque ofrecía algo totalmente distinto a lo que venían dando el resto de empresas: unos principios. Lo más impresionante, empero, no era la simple enunciación de los mismos, sino la certeza de que podían cumplirse. No prometían nada que estuviera fuera de su alcance.

Durante años he tenido ocasión de conocer bien al creador de Pepephone, Pedro Serrahima. Y lo más importante de su discurso, cuando hablas un rato con él, tiene que ver con una palabra que ya no parece de este mundo: la normalidad

Sostiene Serrahima que la clave de su éxito ante los clientes, que hoy intenta replicar con O2 para Telefónica, se basa en algo tan sencillo como compaginar los principios con ser normal.

¿Pero qué es normal? Lo normal es tratar bien a la gente, escuchar si tiene problemas y molestar lo menos posible. 

Lo normal, al menos en España, es pagar tus impuestos y tus facturas e intentar que sea lo menos posible. Lo normal es respetar a la gente que no piensa lo mismo que tú, tolerar la diferencia y expresarte con libertad sabiendo que la otra parte evitará juzgarte con demasiada dureza porque tiene sus propias mierdas. Lo normal es recurrir a la empatía, asumir que la gente con la que te cruzas se parece a ti y ser capaz de tomarte una caña con alguien que no opina como tú. Con una cerveza en la mano terminaréis llegando a un punto intermedio, aunque sea lo bueno que está el camarero. 

Habrá quien me diga que nada de esto es ya "normal", que el "nuevo normal" es la intolerancia, el sectarismo o las burbujas de opinión retroalimentadas que generan redes como Facebook o los grupos de WhatsApp. Y sí, creo que son una amenaza. Pero también que en la vida real esas cosas tienen menos impacto que en Internet.  

Exigencias imposibles

Uno de los grandes problemas de los populismos es que, dentro de su obsesión de ofrecernos soluciones sencillas para problemas complejos, fuerzan a sus líderes a comprometerse con exigencias morales irrealizables. Si durante años vimos un PP y a un PSOE corruptos hasta la médula, muchos de los debates modernos tienen que ver con la incapacidad de ciertas personas no de estar a la altura de la ley, sino de los rígidos márgenes morales que ellos mismos han fijado.

El caso de Pablo Iglesias con el del chalé, el de Leticia Dolera con el despido de una embarazada, la salida del Gobierno de Maxim Huerta por una multa… Hablamos de personas que se ven atrapadas por una búsqueda de la ejemplaridad a la que ellos mismos se han comprometido o a la que les han comprometido sus líderes. Con la maldita hemeroteca más viva que nunca, ojo a los riesgos de cambiar de idea sobre algo o de evolucionar.

Hace unos días, uno de los grandes responsables políticos de este país me hablaba de lo difícil que está siendo en España atraer talento hacia la política. Antaño era algo que ofrecía ciertas ventajas, cierta respetabilidad. Hoy, ser político para una persona de talento es exponerse a un pim, pam, pum mediático constante en medios y redes sociales a cambio de un sueldo magro en comparación con lo que se puede conseguir en la empresa privada. Casos como el de Pedro Duque, un héroe nacional al que los medios no dudamos en atizar de forma inclemente por cómo compró su casa, sin que hubiese nada ilegal en ello, demuestran los problemas de la nueva política.

¿Una solución? Para que los políticos puedan cumplir con la vocación de servicio que se les supone, para que puedan ser realmente útiles y empáticos, tienen que ser normales. No nos hacen falta figuras míticas y casi simbólicas como las del Turandot de Puccini que se representa estos días en el Teatro Real. Hacen falta seres humanos. Gente que no prometa que nunca se equivocará, sino que hará lo que esté en su mano y que, si se equivoca, rectificará. Son necesarios más políticos que en una tertulia puedan bajarse de la burra y decirle a su rival: “pues mire, a lo mejor en esto sí tiene razón, deje que lo piense”.

Por supuesto, no basta con la normalidad o la campechanía. Donald Trump es campechano. Necesitamos una serie de principios básicos que sean compatibles no sólo con lo que crees que quiere la gente, sino con lo que alguien puede prometer sin mentirnos a la cara.

Un político Pepephone, un político O2, será aquel que nos mire a los ojos y no nos prometa que destruirá el estado de las autonomías, eliminará los impuestos, subirá el gasto público por encima de lo que dicta Bruselas, nos hará viajar al pasado, nos dará independencias imaginarias en menos que canta un gallo y, para colmo, será ejemplar en cada pequeño aspecto de su vida. El político definitivo será uno que no nos robe, que jure sobre el If de Rudyard Kipling que hará lo que pueda ante los enormes retos que tenemos por delante y que no nos llamará a la hora de la siesta para vendernos nada.