Venecia

La persona más esperada de todo el Festival de Venecia nunca apareció. Ni siquiera podía. Roman Polanski presentaba su esperadísima nueva película sabiendo que si ponía un pie en Italia sería extraditado a EEUU y detenido inmediatamente por el caso de violación de una menor en 1977. Abandonó el país mientras estaba en libertad bajo fianza y tras pasar unos meses en la cárcel y desde entonces vive huyendo y controlando cada paso. Su carrera se ha asentado desde entonces en Europa. La víctima ha afirmado sentirse resarcida y ha pedido varias veces que se cierre el caso, pero la sombra de aquel delito siempre estará ahí, y ha vuelto a salir en esta edición de la Biennale.

Su inclusión en la Sección Oficial ya causó revuelo, a lo que el director del festival respondió que cuando la gente viera el filme no tendría dudas. Barberá se manifiesta a favor de separar la obra y el autor, algo que no comparte la presidenta de su jurado, la directora argentina Lucrecia Martel que incendió con sus declaraciones el primer día. Y eso que la directora demostró inteligencia y mesura. Aseguró que cuando vio su presencia se sintió incómoda, pero que se informó sobre el caso, lo que le hizo pensar que Polanski merecía estar ahí, pero que ella no iría a la gala de proyección a aplaudir porque “representa a muchas mujeres”.

Con semejantes precedentes la jornada del viernes estaba claro que orbitaría alrededor del planeta Polanski y lo hizo con un resultado claro: Venecia (y los periodistas) han perdonado a Polanski. El veredicto vino en forma de ovación cerrada al finalizar el primer pase de prensa de El oficial y el espía (J’acusse), su obra en torno al caso Dreyfuss. Cuando salió su nombre en la sala los aplausos se hicieron más presentes. Lo que la gente dejó claro es que el filme merece competir y ser visto, porque es una notable propuesta que funciona como drama, thriller de espías y en última instancia como metáfora de un mundo donde las redes sociales, las fake news y los juicios públicos pueden condenar a cualquiera.

Roman Polanski. Reuters

¿Les suena familiar? Evidentemente, porque la selección del tema por parte del director no es una casualidad. Polanski retrata el caso sabiendo de su actualidad, y no duda en ponerse en ocasiones él como centro. Muchos de los diálogos que dicen Jean Dujardin y Louis Garrell podrían estar salidos de su boca. Ambos piden honor y justicia, y que los medios y las personas cesen los escarnios públicos. Esto cabreará a muchos, aunque la mano maestra del director hace que todo sea sutil y entre líneas.

Polanski no inventa la rueda, tampoco lo pretende.

Su visión del caso Dreyfus es sobria, incluso académica, algo densa en sus primeros compases pero que coge ritmo cuando la investigación comienza y emociona cuando entra Zola y su carte en juego. Todo funciona y está bien armado en el guion de Robert Harris y el propio Polanski, que rueda un filme que podría ser casual pero que acaba sonando a defensa personal ante un mundo que ya no le escucha.

Roman Polanski en el rodaje de una película. EOne

Para los que no saben de qué va el tema, el caso Dreyfus hace referencia a una sentencia judicial que acusaba al capitán Alfred Dreyfus, a finales del siglo XIX, de espiar y traicionar a su país. Las irregularidades en el juicio hacían sospechar que se trataba de un caso de antisemitismo e injusticia, pero el pueblo había encontrado a su culpable. La revelación de todas las cloacas del estado que habían participado fue contada por Émile Zola en un artículo titulado Yo acuso en el que señalaba a todas las autoridades y altas esferas que habían participado en semejante infamia, lo que provocó una gran crisis política y dividió al mundo entre los partidarios de Dreyfus y los que atacaron incluso al escritor, del que llegaron a quemarse sus libros en la calle.

El suceso sacó a la luz un movimiento antisemita muy fuerte, algo que aprovecha Polanski en favor de su relato, que no tiene ni a Dreyfus ni a Zola como protagonistas, sino al coronel Georges Picquart, jefe de la agencia de inteligencia que a pesar de ser manifiestamente antisemita comprobó que había un complot contra Dreyfus y que el traidor había sido el mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. Picquart investigó y luchó contra viento y marea para demostrar la verdad y fue también acusado de traidor y mentiroso.

Un caso que conmocionó a un país y que Robert Harris convirtió en una novela perfecta para que Polanski nos regale su mejor película desde El escritor y hable con su cine de nuestro mundo y también de su momento. El director es capaz de describir el mundo de las redes sociales con su magistral primera escena, en la que Dreyfus es degradado y despojado de sus galones en una plaza pública en la que todos le insultan sin que nadie oiga sus gritos de inocencia. Venecia, de momento, ha dejado el caso Polanski visto para sentencia.

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