Si una película, una entre la infinidad de películas que existen, está considerada “la peor película de la historia”, solo puede ser porque haya en ella algo realmente especial. Si se da ese nivel de quórum, es imposible que sea simplemente mala. The Room (2003), la película de culto de Tommy Wiseau, no es el primer filme considerado en esos términos, tampoco será el último. Pero es uno de ellos. Y para ganarse el título de una de las peores películas de la historia no basta con hacer las cosas mal. Hay que hacerlas, como mínimo, de una forma nunca vista.

Hay muchas películas malas, muchas. ¿Pero cuántas ves enteras? ¿Cuántas repites? ¿Cuántas comentas de manera compulsiva? ¿Cuántas fascinan a tanta gente? ¿Cuántas provocan una avalancha de lecturas y ensayos? ¿Cuántas tienen su ritual de visionado? ¿Cuántas activan una leyenda y una rumorología tan potente en torno a ellas? ¿Cuántas se programan en cines año tras año? ¿Cuántas siguen siendo las peores películas de la historia más de una década después de su aparición? ¿Cuántas son tan interesantes como para dedicarles una película como The Disaster Artist? No tantas.

James Franco en The disaster artist.

The Room es una de ellas. Y James Franco, su director, acierta al aproximarse a ella teniendo en cuenta los factores que la han convertido en una película de culto (la más importante de este siglo, pues es la película que activa y sintetiza una nueva manera de generar cultos vinculada a internet) y, por extensión, tratándola como lo que es: una película relevante y valiosa. Relevante y valiosa aunque sea por razones atípicas, por motivos que escapen a nuestro buen criterio y/o a nuestro buen gusto… o precisamente porque nos obliguen a replanteárnoslos: ¿Por qué me gusta tanto una película en la que, en principio, está todo mal? ¿Por qué hay algo en ella tan fascinante, casi esotérico, que no puedo explicar?

Esa es la clave de The Disaster Artist, como también era la clave de la película sobre otro cineasta de culto en la que se mira todo el tiempo: Ed Wood (1994), el apasionado y apasionante homenaje de Tim Burton al director de Plan 9 from Outer Space (1959). Como hizo Burton con el cine de Ed Wood, James Franco se acerca a The Room y a su autor, el inabarcable Tommy Wiseau, de la única manera posible: desde la fascinación y el respeto. No cae en esa tentación tan común y, en el fondo, ridícula de asomarnos a las películas supuestamente defectuosas –y a la supuesta locura de sus autores– desde la soberbia y la burla, observándolas por encima del hombro.

A simple vista, hay un mundo entre James Franco y Tommy Wiseau. Uno es, al menos para el gran público, un actor de éxito, mediático y carismático. El otro, un cineasta desconocido y maldito, con una identidad poco clara y sobre el que circulan las leyendas más locas. Y, sin embargo, están unidos por algo que explica la admiración, la clarividencia y la sensatez con las que el primero extrae el retrato de Wiseau y recrea el disparatado rodaje de The Room. No es otra cosa que, en su faceta de director, James Franco también es carne de películas imposibles, también va por libre y se atreve con proyectos entre muy arriesgados y directamente suicidas. Ha adaptado, por ejemplo, a John Steinbeck, William Faulkner y Cormac McCarthy, ha imaginado y recreado en Interior. Leather Bar (2013) los supuestos cuarenta minutos eliminados del montaje final de A la caza (1980) de William Friedkin.

Fotograma de The disaster artist.

Evidentemente, ambos están en posiciones distintas y manejan proyectos muy diferentes, pero James Franco comparte con Wiseau esa naturaleza fantasiosa y temeraria. Por eso tiene sentido que sea él quien le dé vida, por eso explica tan bien al director de The Room (con más delicadeza que el magnífico libro de Greg Sestero y Tom Bissell en el que se inspira: The Disaster Artist: My Life Inside The Room. The Greatest Bad Movie Ever Made). Por eso logra algo tan difícil como no caer en la parodia de un personaje tan parodiable (empezando por su look y su voz) como Wiseau, alguien que parece haber encontrado en lo excesivo una forma de esconderse y protegerse de un mundo hostil.

La película de James Franco es magnífica como retrato de personaje. No solo por la cautivadora extravagancia del protagonista y lo bien gestionado que está el misterio en torno a él. También porque, pese a lo particular del personaje, el director sintetiza en su historia la del soñador universal. The Disaster Artist es un emocionante homenaje a los cineastas que sueñan con rodar (y se lo pelean) aunque no tengan talento, aunque tengan menos talento del que creen (o un talento diferente) o aunque tengan un talento que los demás no saben ver. En realidad, como queda muy claro en una magnífica secuencia final donde se encuentran el pasado y el presente de The Room, es un homenaje a la figura del cineasta, del bueno, del menos bueno, del incomprendido, del que trasciende, del maldito, del que actúa fuera de su tiempo y del que el tiempo pone en su lugar.

Tras un primer acto sobre la relación entre Wiseau y Greg Sestero (Dave Franco), uno de los actores principales de The Room, en el que se apunta la dureza de Los Angeles para todo aspirante a cineasta, The Disaster Artist se adentra de lleno en el rodaje de la película de Wiseau y se convierte en un maravilloso ejercicio de cine dentro del cine. También, de manera tangencial, en un acto de amor hacia la figura del cómico. Sin perder en ningún momento su tristón halo romántico, la película de James Franco deriva en una divertidísima recreación del rodaje de The Room (irresistible coda final incluida). Los actores están increíbles, las situaciones son mágicas en su combinado de despropósito, hilaridad y absurdo, los diálogos son puro ingenio (la película está escrita por Scott Neustadter y Michael H. Weber, los guionistas de (500) días juntos)… Todo funciona a la perfección en el sentido homenaje de James Franco a la más fascinante peor película de la historia.

Noticias relacionadas