Muchos hijos, un mono y un castillo no es el mejor documental de los últimos años, quizá ni siquiera sea uno de ellos. No lo es porque, pese a la indiscutible entrega, el hermoso cariño y el monumental esfuerzo de Gustavo Salmerón, le falta punto de vista y una dirección más concisa. No obstante, puede parecer mejor documental de lo que es porque lo que sí tiene es uno de los mejores personajes (no solo en una película documental) de los últimos años. Madre del director, Julita es un portento que arrasa con todo. Graciosa, ocurrente, castizamente excéntrica, más perspicaz (y autoconsciente) de lo que quiere hacernos creer y con unas sombras que Gustavo Salmerón ha hecho bien en no ocultar, esta octogenaria prodigiosa tuvo hace muchos años un sueño.

Ese sueño venía a ser la variante (aun más) chiflada de lo de escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol. Ella quería tener muchos hijos, un mono y un castillo… Y la cosa es que lo consiguió. Tuvo seis hijos, un mono (que resultó ser más canalla de lo que ponía en los anuncios clasificados donde lo encontró) y un castillo que compró con el dinero de una herencia. Consciente de lo grande que es Julita y de su potencial cinematográfico, Gustavo Salmerón ha grabado a su madre y a su familia, toda bajo el influjo de una figura materna arrolladora (para lo bueno y para lo malo), a lo largo de quince años. Y ahora ha articulado todo ese material en torno a una de las muchas historias (demasiadas) que forman Muchos hijos, un mono y un castillo: el relato de la búsqueda familiar, entre la infinidad de cosas de Julita (que tiene síndrome de Diógenes), de unas vértebras de su abuela y de una sobrina de esta que fueron asesinadas en la Guerra Civil. El objetivo, darles sepultura.

Julita Salmerón.

La excesiva –y evidentemente lógica y comprensible– implicación del director en lo que nos está contando y esa sensación de desbordamiento son los principales problemas de Muchos hijos, un mono y un castillo. La película de Gustavo Salmerón funciona un poco como el almacén en el que la protagonista ha convertido su casa y su castillo, llenos de cajas donde hay desde joyas hasta trastos que ella trata indistintamente como auténticos tesoros. Hay en la película un millón de cajas y de cajitas apiladas, y dentro de ellas, personajes, ideas, situaciones, tramas, subtramas y revelaciones increíbles y extraordinarias. En Muchos hijos, un mono y un castillo está Julita, un personaje inabarcable, a la vez una matriarca imponente y una Dorothy envejecida que ha convertido su mundo en una versión castiza de Oz. No nos confundamos, es un personaje muy distinto de la Carmina de Paco León y bastante más complejo.

Está también su síndrome de Diógenes y la envidiable naturalidad con la que su familia la ha aceptado e incorporado a su día a día. Está la historia de España resumida en los recuerdos de Julita (sean reales o inventados), verbalizados con una gracia, una mala leche y una ambigüedad maravillosas, y también en sus lamentos al arruinarse y tener que abandonar el castillo. Está el relato del desahucio, una divertida, emocionante y punzante crónica exprés de nuestra crisis económica más reciente. En este arco Salmerón hace una jugada muy bonita: según la familia vacía el castillo, según retiran los tapices y las armaduras, vemos casi físicamente los lazos por los que están unidos a Julita su marido y sus hijos. Muchos hijos, un mono y un castillo está, pues, llena de hallazgos. Pero, aunque funciona como reflejo de esos armarios y estantes llenos de cajas a su vez llenas de objetos a su vez llenas de historias, hay tantas cosas apiladas en ella que la película acaba cediendo, se desborda y deriva en un pequeño caos. Un caos que, por supuesto, no tiene nada que ver con la bella anarquía de Julita y su familia.

Fotograma de Muchos hijos, un mono y un castillo.

Cuesta imaginar lo que debe haber sido para Gustavo Salmerón elegir y ordenar las imágenes de su madre, de su familia, de su propia vida. Pero da la sensación de que se ha desorientado un poco en el proceso. En esos quince años siguiendo a su familia y, a la vez, siguiéndose a sí mismo, el cineasta ha encontrado petróleo: en Muchos hijos, un mono y un castillo pasan cosas increíbles, y toda ella desprende una naturalidad deliciosa. Pero abarca tantas cosas (y, paradójicamente, solo sobrevuela las dos más interesantes, el origen de la herencia y la compleja relación entre Julita y sus hijos) que su película se desenfoca.

La protagonista disimula todos los males con su sola presencia y su admirable oratoria, pero, llegado un punto, el filme se dispersa y no está muy claro lo que Gustavo Salmerón quiere contarnos. Su película también titubea en la gestión de las distancias: a ratos invade la intimidad de los personajes. Sabe mal, pero su trabajo como director no está a la altura de su intención, su entusiasmo y su pasión. Muchos hijos, un mono y un castillo es una buena película, de las mejores películas españolas de este año, pero es inevitable pensar que su protagonista merecía una obra maestra.

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