Hay algo sorprendente en Julianne Moore. Y no nos referimos a que, aproximándose a la sesentena (nació el 3 de diciembre de 1960 en Fort Bragg, Carolina del Norte, uno de los muchos destinos de su padre, juez militar, lo que la obligaba a cambiar continuamente de colegio), su carrera cinematográfica continúe sin interrupciones, algo que pocas han conseguido en un Hollywood donde los 40 es la cifra letal para la mayoría de las actrices. Tampoco, poniéndonos frívolos, porque este otoño-invierno sea imagen de la firma de lencería Triumph. O porque participara en el calendario Pirelli de 2017, donde demostraba que sigue siendo una de las mujeres más bellas y carismáticas del cine actual.

No, lo más sorprendente es que haya tanta diferencia entre lo que representa en sus grandes interpretaciones y lo que es en realidad. Aunque ha demostrado una gran variedad de registros (pocos críticos reconocerán lo bien que estaba en El mundo perdido, secuela de Jurassic Park también firmada por Steven Spielberg en 1997), si hay algo en lo que ha destacado es en representar a mujeres con un fondo torturado que, cuando sale a la superficie, llega a hacerlo con una emoción absolutamente arrebatadora (uno de los rasgos distintivos de sus interpretaciones es la sinceridad e intensidad con la que es capaz de llorar).

Julian Moore en la secuela de Kingsman.

Con todas las variaciones que se quiera, eso es lo que unía a los prodigiosos personajes como los que ha interpretado para Paul Thomas Anderson (una actriz porno en Boogie Nights, de 1997; una joven mujer florero esposa de un anciano moribundo en Magnolia, de 1999). O su registro de ama de casa aparentemente perfecta pero que sobrelleva un terrible secreto (Lejos del cielo, Todd Haynes, de 2002) o el más asfixiante e insensibilizador vacío existencial (Las horas, Stephen Daldry, también de 2002). O el de una mujer que afronta el reto personal de la enfermedad (como su papel en Siempre Alice, de Richard Glatzer y Wash Westmoreland, que por fin le traería el Oscar en 2015 tras cinco nominaciones) o en Freeheld (Peter Sollett, 2015), donde encarnaba a un personaje real, la policía Laurel Hester, cuya lucha por conseguir que su compañera sentimental, interpretada por Ellen Page, pudiera cobrar la pensión tras su muerte por cáncer, se convirtió en un aldabonazo que ayudó a abrir el debate público sobre esa discriminación.

Incluso, ha logrado encaramarse al Olimpo de los frikis gracias a haber participado en ese tótem para ellos que es El gran Lebowski (Joel y Ethan Coen, 1998). Algo que parece lógico, dado que ella considera que “en la escuela primaria era una auténtica geek. Ya sabes, siempre está el chico que es demasiado pequeño, el que lleva gafas o el que no es atlético. Bien, yo era esos tres”.

Uno podría creer que tanta intensidad se extendería a su vida privada. Pero lo cierto es que, tras su relación de veinte años (convertida en matrimonio desde el 2003) con el director, guionista y productor Bart Freundlich, todas sus declaraciones son un canto a la vida hogareña, a estar con sus dos hijos (cuando los dos eran pequeños, no aceptaba papeles que la hicieran dormir fuera de casa, o sólo rodajes en verano donde toda su familia pudiera acompañarla) y a la felicidad de los pequeños detalles. Tan con los pies en la tierra, que hasta ha llegado a afirmar lo ridículas e irreales que le parecen las escenas de sexo en las películas, tanto más cuanto más pasionales sean: “¿Sabes? Si alguna vez alguien me arrancara la ropa, lo mataría”.

También encuentra tiempo para ejercer de látigo de Donald Trump, luchar por la regulación de las armas de fuego o apuntarse a casi cualquier reivindicación social 

Quizá sea por esa estabilidad y tranquilidad, su carrera progresa adecuadamente en todos los frentes. No desdeña los papeles comerciales (como el de la presidenta Alma Coin en las dos partes de Los juegos del hambre: Sinsajo, de 2014 y 2015, ambas dirigidas por Francis Lawrence) ni tampoco las grandes apuestas cinematográficas como las inminentes Suburbicon, con la que George Clooney busca remontar el tropiezo como director de Monuments Men (2014) o en la esperadísima Wonderstruck, de nuevo a las órdenes de su fetiche Todd Haynes.

Y claro, también encuentra tiempo para ejercer de látigo de Donald Trump, luchar por la regulación de las armas de fuego o apuntarse a casi cualquier reivindicación social que la reclame. Visto en conjunto, lo raro sería que no siguiera siendo una estrella, por más que parezca preferir estar en zapatillas en su casa que lucir algún modelo de su amigo (y director en Un hombre soltero, del 2009) Tom Ford. Eso sí, lo uno y lo otro, como tantas otras cosas, lo hace de maravilla.

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