Scarlett Johansson ilustrada por Javier Muñoz.

Desde que empecé a trabajar como guionista, he sentido que la verosimilitud me condiciona demasiado. Pienso en ello y asumo que es absurdo dejarse esclavizar por esa apariencia de verdad que tienen las cosas que no lo son. Y si bien he aprendido a sortear esa cadena, cierto es que no he logrado desarraigar sus anclajes de la pared. De hecho, mi manía por esos argumentos que hacen creíble una ficción es más inflexible cuando se adentra en el terreno de lo fantástico.

Comprendo que ese género permite inventarse un universo nuevo y dotarlo de reglas inverosímiles. Pero que, en nombre de la fantasía, te inventes nuevas normas a mitad de la partida es algo que me pone frenético. Puedo llevar peor un error de verosimilitud en Animales fantásticos y dónde encontrarlos que en una película de Ken Loach.

El escritor Tom Spanbauer dice que “la ficción es aquella mentira que suena más verdadera que la realidad”. Y así debe ser. La clave está en cómo suena esa mentira, no en la parte teórica de su argumentación. Recuerdo una discusión que tuve con un director cuando empecé a cuestionarle una decisión que iba a tomar porque, a mi entender, restaba verosimilitud al personaje. El director me dijo: “Es ficción. ¿Para qué queremos verosimilitud si estamos ficcionando?”.

Verdad o imaginación

Al principio me pareció casi un insulto pero a medida que fue pasando el tiempo comprendí que había algo en esas palabras que merecía ser analizado. ¿Es la verosimilitud un aliado de la ficción o una estrategia contra la imaginación?

Deténganse un instante en la polémica que en las últimas semanas ha perseguido a la actriz Scarlett Johansson, acusada por una turba tuitera de favorecer el whitewashing de la industria hollywodiense al aceptar protagonizar Ghost in the shell. Ese concepto, que vendría a señalar cuando un actor o actriz de raza caucásica interpreta un personaje que sería más apropiado que hiciera un actor o actriz de otra raza, sirvió para denunciar la discriminación racial en Hollywood.

En esta ocasión se recogieron más de 60.000 firmas para que Scarlett Johansson renunciase a su papel de The Major en la película. ¿La razón? Que se trataba de un personaje de una famosa saga de cómic manga y, en nombre de la verosimilitud, ese personaje debía ser interpretado por una actriz asiática. Ese personaje es un cyborg. Desconocía el asunto de las etnias en la robótica. Debe ser fascinante.

Actores rentables

A principios del siglo XX, la industria sólo estaba concebida para actores blancos a los que se les maquillaba para interpretar a negros, asiáticos o indios. Quizá ahora la discriminación sea otra. No significa que las otras hayan desaparecido, no; expresa que hay una mayor: la que separa al pobre del rico. Vivimos unos tiempos lo suficientemente consumistas como para que cualquier derecho humano, principio fundamental, libertad sagrada o prejuicio intolerable esté sometido al dinero y, acto seguido, a su capacidad de generar más dinero. ¿Un actor blanco es más rentable que uno negro? Que se lo pregunten a Will Smith.

Las peores decisiones de un productor de cine siempre se han tomado en nombre de la taquilla. Y en el caso de Scarlett Johansson, me atrevería a decir que lo que se ha tenido en cuenta fue su rentabilidad. De hecho, si Lucy Liu recaudase en taquilla 88,60 dólares por dólar recibido, ella sería la protagonista de Ghost in the shell, de La Bella y la Bestia y de un biopic de Madame Curie. Así de básicos, de conservadores y de tediosos son los directivos de Hollywood. ¿O deberíamos decir de todo el mundo?

¿Se han dado cuenta de que todas las historias cinematográficas de los últimos años, por no hablar de series de televisión, están protagonizadas por personas bellas, atractivas y esculturales? ¿No hay historias sobre gente real? ¿Sobre personas del montón, con tripa, celulitis y dentadura desordenada? Pocas y reducidas al mercado indie. Parece que ningún directivo se ha dado cuenta todavía de que el éxito de una serie como Girls se debe, precisamente, a Lena Durham. A lo mejor estamos asistiendo a un nuevo tipo de discriminación: el perfectwashing.

Hoy, el whitewashing se ha convertido en una estrategia comercial que se alimenta de una discriminación histórica y que se burla de la verosimilitud. Hay unos señores, detrás de unas mesas en unos enormes despachos, que creen saber lo que quiere el público porque se han pasado décadas acostumbrándoles a querer lo que ellos fabricaban. Eso es cierto. Pero cuando hablamos de Gandhi, de Luther King, de Darwin o de Juana de Arco, cuando hablamos de un personaje japonés, sueco, canadiense o brasileño, la raza, como el acento, es una cuestión de verdad. Y la verdad no tiene mayor enemigo que la verosimilitud.