La actriz Emma Stone.

La actriz Emma Stone. Javier Muñoz.

Como todo ser humano vivo, hace varios años ya que abandoné la contemporaneidad con el siglo XX. Sin embargo, en ocasiones, siento que me acompaña una especie de afinidad anacrónica con todo aquello que sucedió y que me influyó en el siglo pasado, en aquellos años de adolescencia y juventud que se acabaron convirtiendo en pilares sobre los que edificar nuestra madurez.  

No es que me haya quedado anclado en el pasado; es que siento que mis estímulos generacionales eran más sobresalientes que los actuales. Por supuesto, no hay ningún aval científico que secunde mi impresión. De hecho, este argumento está más ligado a una percepción distorsionada del pasado, casi peligrosamente nostálgica, que a una realidad. Pero no escribo esta columna para psicoanalizarme. La escribo para hablar de cine, entre otras muchas cosas.

Veo las interpretaciones de esas nuevas generaciones, algunas promesas y otras ya con una docena de películas en su filmografía, y vuelvo a padecer el párrafo anterior. En esta nebulosa pro siglo XX en la que algunas veces me adormezco noto que al cine actual le sobra belleza y le falta arrebato. Salvo contadísimas excepciones, no siento ese deseo que me empujaba a perseguir con la mirada a Victoria Abril, a Carmen Maura, a Silvia Munt o a Ángela Molina más allá del metraje.

Exigencia emocional

Lo mismo sucede cuando pienso en Susan Sarandon, Glenn Close, Meryl Streep o Sally Field y me encuentro en la pantalla con Jennifer Lawrence, Emma Watson, Amber Heard o la mismísima Emma Stone. Hablo de actrices pero podría escribir lo mismo respecto al género masculino. Lo simplista ahora sería dejarlo ahí, pensar que es una opinión, más o menos afortunada, y no reflexionar más sobre ello. Pero eso solo significaría una cosa: aún no me conocen lo suficiente.

Por supuesto que no es una cuestión de ausencia de talento pero sí es un asunto que tiene que ver con la exigencia emocional –y, por lo tanto, interpretativa- que reclaman un tipo de personajes que apenas llegan a la gran pantalla, ya sea porque el público busca pura evasión o porque los estudios solo buscan ingresos.

No es una cuestión de ausencia de talento pero sí es un asunto que tiene que ver con la exigencia emocional -interpretativa- que reclaman un tipo de personajes que apenas llegan a la gran pantalla

Los personajes complejos, atrevidos, desconcertantes, existen en nuestra sociedad y se siguen escribiendo. De hecho, en la industria estadounidense, han dejado de habitar el cine para asentarse en la televisión. Hay más profundidad dramática, más arco interpretativo, interpretaciones más agradecidas, en los elencos de Breaking Bad o Mad Men que en todo el cine de Hollywood de los últimos cinco años.

En una época tan conservadora como la que estamos viviendo, las grandes interpretaciones escasean. El cine está perdiendo la baza de los grandes personajes y quienes más lo padecen son las nuevas generaciones de actores y actrices que sueñan con personajes como el de Joe Mantegna en House of games o el de Frances McDormand en Fargo y se tienen que conformar con ser la novia de Spiderman para conseguir interpretar una película musical que no le aporta nada a la historia del cine pero que todos los que amamos el cine aplaudiremos a rabiar.

Cine de consumo rápido

No creo que sea cuestión de tiempo porque eso sería como asumir que una actriz joven siempre será anodina y que sus mejores interpretaciones llegarán con la edad. No es cierto. Por regresar al siglo XX les diré que Katharine Hepburn triunfó en Hollywood con 25 años, Bette Davis con 22 y Meryl Streep con 28. Tiene que ver con esta época vertiginosa, de consumo rápido, de entrega inmediata, de ruido mediático, que no le deja espacio al silencio ni tiempo al pensamiento.

El público ha secuestrado una palabra y la usa, en ocasiones, sin criterio: aburrimiento. Acaba estructurando un discurso simplista (las películas lentas son aburridas, los personajes profundos son aburridos) del que Hollywood huye y comienza a fabricar entretenidos blockbusters que, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera amortizan en taquilla los millones que han costado.

El público acaba estructurando un discurso simplista (las películas lentas son aburridas, los personajes profundos son aburridos) del que Hollywood huye

Son muchas las actrices a las que les auguramos una carrera vertiginosa la segunda vez que las vimos cuando lo veloz es la manera en la que Hollywood –aunque esto también sucede en nuestro país- busca nuevos rostros para no perder esa atención del público. Así es difícil que una actriz pueda llegar a ofrecernos interpretaciones como la de Isabelle Hupert en La pianista o Ellen Burstyn en Réquiem por un sueño.

Puede que dentro de dos décadas sigamos hablando de Emma Stone. Eso deseo. Porque no solo supondrá que ha demostrado ser una grandísima actriz sino que los buenos papeles no han dejado de escribirse.