La Memoria Histórica es un asunto espinoso. A la gente le da miedo mirar hacia atrás. Para qué hacerlo si uno está tan a gustito sin tener que enfrentarse a lo que ya ha ocurrido. Lo pasado, pasado está y hasta cambiar los nombres de las calles que recuerdan a asesinos está mal visto. También el arte va con pies de plomo a la hora de revisar la historia de España. La distancia del tiempo ha permitido que el cine se haya enfrentado a la Guerra Civil y la posguerra en numerosas ocasiones, pero nunca ha querido avanzar más. Ni rastro de la Transición, de los primeros años de democracia, del Gobierno de Felipe González, de la burbuja inmobiliaria, de la Guerra de Irak…

Una situación que unos cuantos realizadores se han propuesto cambiar y que tienen su punta de lanza en Alberto Rodríguez, que en tres películas se ha convertido en el mejor cronista de los últimos 30 años de nuestra historia. Lo hace con la coartada del thriller y envolviéndolo todo en una producción de lujo que lo convierten en uno de esos casos en los que lo comercial y lo personal van de la mano sin pegarse.

Viendo el cine de Rodríguez uno sale destrozado pensando que España nunca ha estado limpia

Rodríguez revisó el auge de la burbuja inmobiliaria mientras la droga comía una ciudad en Grupo 7, las cloacas de la Transición en la magistral La isla mínima y ahora los años del GAL, de los fondos reservados, del señor X y de Roldán entregándose en Laos. Repite el truco: crear un thriller vibrante y eléctrico al que añade capas de profundidad mientras radiografía de nuestra sociedad. Viendo el cine de Rodríguez uno sale destrozado pensando que España nunca ha estado limpia.

Con El hombre de las mil caras ha querido retratar el momento en el que, según explicaba a este periódico, España “perdió la inocencia”. Lo hizo gracias a un señor tan cañí como cautivador llamado Fernando Paesa, un espía que engañó a todo un país y al señor Luis Roldán, al que entregó quedándose con todo su dinero. Estos dos truhanes sirven a Rodríguez para crear una película scorsesiana.

Alberto Rodríguez da indicaciones durante el rodaje de El hombre de las mil caras.

La primera media hora dejan claro que Alberto Rodríguez es uno de los mejores realizadores españoles en la actualidad. La voz en off, el ritmo, el montaje frenético, la presentación de los personajes con esas letras inmensas en la pantalla, hacen recordar al director de Uno de los nuestros. Ese estilo tan cuidado, tan pulido (gracias de nuevo a la magnífica fotografía de Alex Catalán y la arriesgada banda sonora de Julio de la Rosa), contrasta con la suciedad de lo que se cuenta. La de hombres cuyo código moral permitía reírse de todo un país sin ningún tipo de remordimientos.

De nuevo las cloacas españolas y las mentiras como moneda de cambio. Todos mienten en El hombre de las mil caras, desde Roldán -que no para de repetirse que es un hombre bueno- hasta el ministro Belloch, un villano en la sombra en su ansia de poder. Rodríguez se aprovecha de eso y juega con el espectador llevándole por un laberinto lleno de trampas por el que es divertido perderse mientras saca su bisturí y sigue analizando.

Todos mienten en 'El hombre de las mil caras', desde Roldán hasta el ministro Belloch, un villano en la sombra en su ansia de poder

Rodríguez y Rafael Cobos cogen el libro de Manuel Cerdán y lo convierten en una película de espías, engaños y traiciones que les confirman como los padres de la nueva ola del thriller político español. Todo medido y preciso, aunque la complejidad del guion y el personaje de Marta Etura (el peor definido y construido) hacen que a mitad de película haya un bajón de intensidad que sólo queda en falsa alarma.

Otro de los aciertos de Rodríguez y Cobos es dejar respirar su historia. Se dan tiempo para analizar a estos personajes y jugar con esa idea que ya plasmaba Tomas Alfredson en El topo: los espías son gente solitaria y triste, aunque lo escondan bajo una máscara de lujo y adrenalina. Ese cuadro que viaja entre las pertenencias de Paesa se convierte en el símbolo de una vida vacía. El enfrentamiento Paesa-Roldán (al que dejan en ridículo en varias escenas) no sería posible si no hubieran encontrado dos actores capaces de representar a dos personajes tan míticos en nuestra historia reciente sin caer en la mera imitación y dotándoles de alma. De Eduard Fernández ya sabíamos que era un monstruo capaz de todo, por lo que la sorpresa la da un Carlos Santos que llena de un patetismo hasta entrañable a su Roldán.

Gracias a Alberto Rodríguez el thriller político, pero comercial, ha adquirido un nuevo estatus en nuestro cine, que ya se atreve a mirar de frente a nuestro pasado reciente sin ruborizarse.

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