Si alguien introduce el término 'África' en el buscador de imágenes de Google, rápidamente verá que le sugieren dos opciones. 'África paisajes' y 'África pobreza'. La primera opción es una galería inmensa de sabanas de atardeceres amarillentos, animales salvajes y desiertos áridos de tierra rasgada por la falta de agua. La segunda no es mejor: cientos de fotografías de niños muriendo de hambre o convertidos en pequeños y letales soldados. Todos los estereotipos sobre el continente a golpe de click. Google como creador y perpetuador de una imagen llena de prejuicios. África es mucho más que eso, pero cuesta encontrar alguien que quiera mostrarlo. Puede que ahí radique el éxito de Efraín, de Yared Zeleke, que fue la única película africana en el pasado Festival de Cannes y la primera obra etíope que lo consigue.

Un título que huye de los clichés y que apuesta por el tono de fábula para contar la historia de un joven que tiene que abandonar a su padre e irse a vivir con sus tíos. Lo hará junto a su cordero, una presencia inseparable junto a la que desafiará las tradiciones más arraigadas en la comunidad. Igual que su prima, que intentará escapar de un matrimonio concertado. Una generación que se rebela y lucha por una modernidad que nunca termina de llegar. En Efraín vemos un continente desconocido para los occidentales, con una luz viva, llena de colores. Una película que casi se huele y que quiere ser una experiencia sensorial. La belleza de África existe, y no está en esas postales que parecen sacadas del musical de El Rey León.

Una trama con mucho de autobiográfica, ya que el realizador también tuvo que abandonar su país en su infancia. “Perdí a una familia y un lugar que amaba. Dejé una infancia muy feliz en aquella chabola de Adis Abeba. De ese drama que he arrastrado todos estos años ha nacido esta historia”, cuenta Yared Zeleke a EL ESPAÑOL. Su tono de cuento viene dado por el enclave geográfico en el que se desarrolla, una Etiopía que se encuentra rodeada de montañas que la confieren un aura mágica.

Cuando volví a Etiopía después de diez años en EEUU dije: ¡Guau, esto es un país de fábula!

“Siempre hemos estado aislados del resto del mundo y, me matarás por decir esto, pero por eso nunca nadie nos ha conquistado. Esas montañas hacen que seamos muy espirituales, nos sentimos protegidos por ellas y crean una vegetación atípica como la que ves en la película. Todo esto afecta en nuestra forma de vivir, de ser, de vestir y de comer. Etiopía es un país que parece sacado de un cuento. Fuimos cristianos antes que los europeos, antes éramos judíos, tenemos una de las comunidades de chabolas más antiguas que existen y la gente se mantiene fiel a sus costumbres. Hay iglesias antiguas y hasta castillos. Cuando volví allí después de diez años en EEUU dije: ¡Guau, esto es un país de fábula!”, cuenta emocionado.

África no sólo es negra

Huyendo de esa imagen que nos llega desde los telediarios, Yared Zeleke ha puesto luz en su extraña mezcla de cuento y realidad. Efraín no evita hablar de lo que ocurre realmente, el contexto en el que se desarrolla es de precariedad, pero siempre apostando por un tono hasta optimista. “Hay una realidad muy dura en África, pero precisamente por eso elegí equilibrar el drama y la oscuridad poniendo énfasis en la luz, la ternura y la humanidad. Los africanos tenemos que sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Todo eso quería compartirlo con el mundo. Esa humanidad, esa gentileza… no se conocen. El mundo tiene otra idea diferente, que vivo en un desierto. Quería enfatizar que África es bella. Y eso también es la realidad. La imagen del continente es demasiado negra de por sí, así que no quería hacer algo del rollo de Lars Von Trier”, cuenta a este periódico justificando su apuesta estética.

La luz, la humanidad y la gentileza de África no se conocen. El mundo tiene otra idea diferente. Quería enfatizar que África es bella

Para el realizador parte de esos prejuicios han sido extendidos también por el cine, que cree que ha tratado la realidad africana sin conocerla. Casi siempre desde el prisma de directores occidentales, pero casi nunca de la mano de gente que haya nacido en sus tierras. “No importa que seas un buen guionista o un buen director, si no sabes cómo huele este lugar, cómo sabe, no lo harás bien. No digo que sólo nosotros podamos hacer cine sobre África, porque no vale de nada que el hijo de un diplomático africano que ha ido a escuelas privadas lo cuente. Yo viví en una chabola, mi familia eran granjeros, hablo de lo que conozco”, añade.

Fotograma de la película etíope Lamb. Betta Pictures

Por desgracia, la mayor parte de africanos no pueden permitirse estudiar cine (él lo hizo en EEUU cuando huyó con su padre), por lo que son foráneos los que crean una mitología que no comparte. “Cuando veo películas sobre África normalmente me decepcionan. No tienen alma, no tienen corazón, sólo veo brutalidad. No lo entiendo. No sé por qué no hablamos del amor, del color y del humor", zanja.

Esquivando la censura

Yared Zeleke no evita ningún tema. Tampoco la censura. Un informe del Comité para la Protección de los Periodistas sitúa a Etiopía como el cuarto país donde menos libertad de expresión hay. El director es consciente de la situación, y aunque no haya tenido ningún problema con Efraín, no sabe si este golpe de suerte se volverá a producir. En un ataque de sinceridad reconoce que entre los proyectos que barajaba como ópera prima eligió este por sus posibilidades de llegar a buen puerto. “Voy a ser honesto, sabía que si hacía otro filme iba a tener problemas. Si hubiera hecho una película más oscura no sé si hubiera podido rodarla”, explica.

Cuando veo películas sobre África normalmente me decepcionan. No tienen alma, no tienen corazón, sólo veo brutalidad. No lo entiendo. No sé por qué no hablamos del amor, del color...

Con su siguiente proyecto pretende arriesgarse. Si con su debut ha contado la infancia de un joven etíope, ahora pasará a la adolescencia. Lo hará en una historia llena de violencia, con un montaje frenético y que criticará abiertamente el “nuevo sistema clasista” del país. “Éramos socialistas y nos hemos entregado a un capitalismo violento y grotesco. Tenemos una nueva clase burguesa que antes no existía y que viven en un ambiente de lujo y modernidad que choca con los granjeros y agricultores que viven en el exterior en condiciones medievales. No te lo crees cuando ves esa diferencia, quiero hablar sobre eso”, cuenta mientras admite que con semejante trama puede que sea su último filme en el país: “Menos mal que el tercero es en Nueva York”, dice resignado.

Etiopía es, además, el país africano que más refugiados acoge, aunque el padre del director realizara el viaje en el sentido contrario, escapando de la guerra civil que se produjo entre 1974 y 1991. Por ello se muestra enfadado con las políticas europeas en la crisis actual y les recuerda que nadie huye de su país por placer. Para ellos pone el ejemplo de su abuela: “Adoptó un montón de niños huérfanos y se las apañó. En vez de cenar carne comíamos arroz o lentejas. Etiopía es un país pobre y acoge a cientos de miles de refugiados, así que si un país pobre acoge a tanta gente y se las sigue arreglando, es porque se puede. Si hubiera una voluntad de compartir se podría”.

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