Nuestra hermana pequeña es una película de formas tranquilas y fondo bullicioso, algo común en la filmografía de su autor. El japonés Hirokazu Kore-eda tiene el don de contar mil cosas, proponer personajes complejos y establecer un diálogo entre pasado, presente y futuro sin generar conflictos evidentes. No suele recurrir a la revelación, la sorpresa o el aspaviento para hacer avanzar la historia o motivar sus emociones. En la mayoría de sus películas, mira la vida pasar en vez de alterarla en busca de lo extraordinario. Y es precisamente desde esa posición de observador atento desde donde detecta lo asombroso y lo comparte con nosotros.

Como en la soberbia Still Walking (2008), quizá el mejor melodrama familiar de la década pasada, Kore-eda encadena en Nuestra hermana pequeña viñetas cotidianas del día a día del cuarteto protagonista. Son cuatro hermanas jóvenes, la mayor en la treintena, que acaban de perder a su progenitor. La más pequeña, una adolescente nacida de la relación del padre con otra mujer, acaba de llegar a la casa que comparten. Sin prisas pero sin caer en el deleite sin sustancia, el director muestra el día a día de las chicas, tanto las situaciones que comparten como las que describen sus vidas fuera del núcleo doméstico. Y describe desde la serenidad y con detalle sus procesos personales y como lidian con la pérdida, el recuerdo y la ausencia. No sólo eso. También muestra cómo gestionan los trámites propios de su edad, sus relaciones sentimentales y sus obligaciones profesionales y familiares. Inspirada en un manga de Akimi Yoshida, Nuestra hermana pequeña aborda mil temas en profundidad sin que lo parezca, sin saturar la narración.

El contenido, la emoción y los matices están en las conversaciones entre las hermanas. Nuestra hermana pequeña es una película bellamente dialogada, con las palabras justas y la cadencia adecuada. Está también en los gestos: las actrices son espléndidas y se retroalimentan con mucha naturalidad. Pero es en el detalle y en la utilización del espacio donde todo eso se concentra con una fuerza abrumadora. Kore-eda es un maestro encontrando un relato en un botón. En su cine los objetos encierran historias del pasado, describen relaciones del presente y ayudan a conocer a los personajes. Lo mismo sucede con los lugares por los que se mueven los personajes.

El director de Nadie sabe (2004) es experto en dar vida y sentido a los escenarios, algo en lo que otros cineastas ni piensan. Nunca son sólo un telón de fondo. En Nuestra hermana pequeña, el mirador favorito de las hermanas mayor y menor, el hogar familiar, el restaurante al que suelen ir, la escuela de la pequeña o el hospital donde trabaja una de ellas están llenos de detalles y microhistorias que matizan el filme. El ejemplo más claro es esa casa heredada que las chicas se niegan a dejar. Tanto el espacio en sí como el apego que demuestran las hermanas hacia él invitan a reflexionar sobre el paso del tiempo, las huellas que dejamos donde vivimos y la conquista silenciosa de los lugares donde elegimos vivir.

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