¡Espléndido momento teatral en la escena pública madrileña! Se han alineado cuatro obras tan distintas como interesantes: dos comedias españolas contemporáneas (El bar que se tragó a todos los españoles y Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach), un drama barroco (El príncipe constante) y una tragicomedia neorrealista (Nápoles millonaria). Diversidad de registros, diversidad de textos, diversidad de puestas en escena. En su conjunto, una gozada. Y no es manca la posibilidad —cada vez más escasa— de disfrutar en los cuatro casos de elencos actorales amplios. En esta ocasión, con repartos de calidad lo bastante homogénea, bien equilibrada. ¡Los actores son fundamentales para el logro de esa emoción, de ese pálpito de vida que proporciona la representación teatral!

Escenario 1: Sanzol y su padre

(CDN, Teatro Valle-Inclán). Alfredo Sanzol da un triple salto con El bar que se tragó a todos los españoles, su primera creación —texto y dirección— al frente del CDN. Se inspira en su padre para contar la historia de Jorge Arizmendi, cura navarro, que, a los 33 años y en 1963, decide colgar la sotana y viajar a Estados Unidos para aprender inglés y marketing. Para tener una segunda oportunidad, para que su vida sea suya. Para vivir una aventura en la que mucho contarán el azar y la bondad: la bondad de los desconocidos y la suya propia, tan inocente. Y también la valentía y el amor.

Parecería que a lo que se trata de contar le iría mejor el formato de novela, de autoficción o de narración confesional. Pero no. Ahí está Sanzol para hacer de un relato-río una pieza de puro teatro, perfectamente parcelada, mimada en cada escena, fluida como el viaje —exterior e interior— que Arizmendi protagoniza.

'El bar que se tragó a todos los españoles', obra escrita y dirigida por Alfredo Sanzol. CDN

Nueve actores, con varios papeles a su cargo, dan vida —es la vida lo que contemplamos— y movimiento a una función de tres horas —con descanso— que no pesa en absoluto, que nos regocija, nos emociona y nos da que pensar con su óptimo ensamblaje de sentimientos, de ideas y hasta de tenue crónica documental de un tiempo de cambios.

Es fantástico el versátil decorado móvil de Alejandro Andújar, tan útil para crear la mera sucesión de ambientes como la atmósfera que cada escenario requiere para los no menos versátiles palos de la obra, desde la intensa intimidad sentimental hasta la comicidad desatada, pasando por el toque musical. El reparto, un disfrute, con Francesco Carril (el cura) a la cabeza, claro, y Natalia Huarte y Nuria Mencía (Hasta el 14 de abril).

Escenario 2: el gran atraco

(CDN, Teatro María Guerrero). Otro gran salto. Después de la epifánica Mammon (2015) —una masiva revelación en Madrid—, los catalanes Nao Albet y Marcel Borrás, que frisan los 30 años, la han vuelto a hacer: liarla parda. De su cuenta corre la escritura, la dirección y la interpretación de los dos principales papeles de Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, que da todavía más de lo que su largo título promete. Ellos son los dos jóvenes dramaturgos de barrio y chándal a los que un magnate (mangante) del teatro ruso encarga una pieza que ha de versar —que no versificar— sobre un atraco a un banco.

Imaginan, escriben, representan —comentan, dudan, discuten, rectifican— y finalmente protagonizan un atraco real, abducidos por las teorías "reproductivistas" (bien prácticas) de una tal y presunta María Kapravof, una Irene Escolar bestial, otra vez, que habla ruso en inglés (o viceversa) con subtítulos. ¡Tronchante!

Irene Escolar, en una escena de 'Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach'. CDN

Muñecas rusas: teatro, teatro dentro del teatro, metateatro. De todo. También cine, cómic, musical, ópera, lo que haga falta, en un carrusel endiablado —cuadros, alturas, planos, niveles, pantallas— que nos permitirá ver el atraco en distintas dependencias y en sucesivas —pero también simultáneas— escenas.

Y todo ese follón, vertiginoso y disparatado, delirante e hilarante, funciona al detalle y exige una deslumbrante precisión milimétrica. ¡Qué formidable esfuerzo! Y el gran espectáculo, rebosante encima de un derroche de gags visuales y verbales, propone debajo reflexiones sobre cómo hacer hoy el teatro frente a los usos antiguos, cómo las ideas teóricas exigen acciones prácticas consecuentes, cómo se comporta el capitalismo, cómo nos comportamos todos ante el límite, el miedo, el reto, la violencia, la estafa y la burla. ¡Soberbio! (Hasta el 21 de marzo).

Escenario 3: libertad y fe

(CNTC, Teatro de la Comedia). Cambio de postura. Calderón de la Barca, visto y oído por Xavier Albertí, exige que nos sentemos (y nos asentemos) de otra manera: a la escucha. A la escucha de la palabra y del verso calderonianos, bellísimos, porque sólo la escucha atenta nos permitirá disfrutar de lo que vemos y oímos —incluida la música interpretada en escena por el Cuarteto Bauhaus— y discernir e interpretar las ideas que El príncipe constante (1629) encierra. Dos horas.

Hay un fondo histórico real en el drama calderoniano. Es la peripecia, en tiempos de colonización política, económica y religiosa del norte de África, de Fernando de Portugal (1402-1443), el Príncipe Santo, hermano de Enrique el Navegante. Tras la conquista lusa de Ceuta, Fernando quiso tomar Tánger, pero fue apresado por el rey moro y murió en Fez tras seis años de penoso cautiverio.

Escena de 'El príncipe constante'. Sergio Parra CNTC

Se negó a ser liberado a cambio de devolver Ceuta a los moros. Fernando —interpretado con convicción, solidez y envergadura por Lluís Homar— se mantuvo fuerte en las convicciones de su fe para, a costa de su vida, evitar un mal a los cristianos ceutís. Pudiendo elegir, usó su libertad para perderla, para sacrificarse con estoicismo, tenacidad y firmeza como héroe y mártir, sin olvidar un "bien mirar" hacia los demás, lo que incluye la liberación de su primer rival, Muley, y su contribución a hacer viable el amor de éste hacia Fénix —estupenda Beatriz Argüello—, la hija de su enemigo musulmán.

En un escenario desnudo, ante un muro terroso y sobre un suelo de arena, Albertí reduce al mínimo la acción y el movimiento y apuesta por la nitidez y la fuerza de las palabras y las ideas, adensadas unas en largos parlamentos y deducibles las otras de las actitudes y los actos ejemplares. Calderón, militar y sacerdote —a no olvidar—, fue y sigue siendo, por su riqueza verbal e ideológica, el dramaturgo del Siglo de Oro español más admirado y representado en Europa. Es por algo (Hasta el 10 de abril).

Escenario 4: Nápoles en guerra

(Teatro Español). Como saben los muchos admiradores de Filomena Maturano (1946) y de su versión cinematográfica, Matrimonio a la italiana (1964) —De Sica-Loren-Mastroianni, nada menos—, Eduardo de Filippo, también actor y director de cine, fue el gran comediógrafo del Neorrealismo italiano, maestro en el equilibrio, tan propio de ese movimiento, de mezclar humor, tragedia y sentimientos.

Son personajes de carne y hueso —padres, hijos, vecinos, amigos— los que tenemos delante y reconocibles —gente como nosotros— en ¡Nápoles millonaria! (1946). Sobre el papel —sobre el texto—, todo está bien, y comprendemos, nos enternecemos y nos reímos con la pelea por la supervivencia de la familia que encabeza el íntegro Genaro.

Escena de '¡Nápoles millonaria!'. Jesús Ugalde Teatro Español

Estamos en Nápoles, en guerra, en 1942 y en adelante. Con los alemanes ocupantes, los fascistas mandones y, luego, los aliados tutelantes, en una ciudad bombardeada, hambrienta y empobrecida, la integridad, precisamente, no es la virtud más llamada a resplandecer. El terror y la miseria llevan también a la trampa, a la picaresca, a la mezquindad, al delito, a la dificultad de ayudar y ser siempre solidario. A agarrarse a la vida con la mano de la bondad, sí, y también con la mano del engaño.

La dirección de Antonio Simón saca muy buen partido de los actores —Roberto Enríquez, Elisabet Gelabert…—, nos hace entender la visión humanista de De Filippo —todo comportamiento en circunstancias hostiles debe ser comprendido—, recoge bien la crónica de la intrahistoria de unos años muy duros, nos conmueve unas veces y nos hace reír otras. Pero…

Pero, no sé, algo en el montaje me produjo una sensación de extrañeza. Tal vez la colisión entre ese cubo vaciado y móvil, pseudometafísico y abstracto, que hace las veces de casa, junto a otros elementos del decorado quintaesenciados, y el tono naturalista (digamos natural) de las situaciones, de los diálogos y de los intérpretes, cuyos movimientos, entradas y salidas, están marcados por una teatralidad que hoy queda antigua. Mi extrañeza va, sí, por algo que, en este caso, tiene que ver con un conflicto o una inarmonía entre lo de siempre y lo de ahora mismo. (Hasta el 28 de marzo).

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