Josefina Carabias fue una rebelde, una vanguardista, una pionera: empezó a caminar en la vida haciendo lo más subversivo que se podía hacer entonces, que era estudiar y leer en secreto, clandestinamente. Hacía fuerte el músculo del cerebro. Sus padres, agricultores acomodados de Ávila, intentaron sacarla del colegio, sin éxito: ella ya estaba terminando el bachillerato a escondidas. Luego consiguió escapar a Madrid, y no para estudiar lo que sus progenitores deseaban -que era Farmacia, una carrera que sí podía acomodarse a la “chica bien” que ansiaban que fuera-, sino Derecho.

La metieron en la Residencia de Señoritas dejándose guiar por el nombre, confiando los padres en la rectitud del garito, sin saber que lo que planeaba María de Maeztu con su institución era la ruptura definitiva con el viejo régimen machista: la gran maestra les dio a sus chicas todos los recursos sociales y culturales para que pudieran imbuirse en la vida intelectual de la ciudad, codearse con las grandes mentes de la época, tomar el café aquí y echar la tertulia allá, aprender escuchando, imponerse participando, definiéndose haciéndose oír.

Josefina en 1932, haciendo un reportaje para Estampa sobre la guardia de asalto de la República. Seix Barral.

Fue en una de esas reuniones en el Ateneo donde Josefina -con no más de veinte años- conoció a Azaña antes de que fuese Azaña, cuando ya soplaba cincuenta y atemorizaba con su aspecto huraño y su humor mordaz, capaz de derribar al más pintado. Aunque era algo retraído y no se juntaba con cualquiera, si encontraba un grupo que le caía en gracia, se sentaba con ellos y charlaba largo y tendido sobre los relieves del mundo, sin ápice de condescendencia -a pesar de la juventud de los parroquianos-, y con mucho, mucho vacile. Le interesaba saber qué temas manejaban las nuevas generaciones, qué estaba de moda, qué le les preocupaba, qué les excitaba.

La precoz periodista

Ese es el primer contacto que tiene con Josefina: nada de paternalismo, sí cierta guasa mutua y algunas preguntas impertinentes de puro inocentes, como cuando ella le interrogaba acerca de su edad y él entraba al trapo con la escopeta cargá.

En la núbil Carabias encontró a una gran discípula, porque por aquellos años ya coqueteaba con el socialismo republicano y se forjaba como azañista. Hasta que un día la chavala recibió un encargo de Victoria Kent para escribir en su revista Estampa y empezó a hacerse popular por sus crónicas perspicaces, inteligentísimas y frescas -que firmaba como “Pepita” y a las que acompañaba su foto-. Hasta Carrillo la leía con enorme gusto y llegó a decir que, además de eso, era “muy bonita”. Ejem.

Josefina en 1935, haciendo un reportaje sobre el paro obrero en Madrid. Seix Barral.

Carabias narraba como nadie una época deslumbrante y apenas dormía para contarlo todo. Luego trabajó a cargo de Chaves Nogales en el periódico Ahora y se zambulló en la radio: lo mismo te hacía un artículo de fútbol que se marcaba una de periodismo gonzo haciéndose pasar por camarera del Hotel Palace. Dejemos de mirar a los modernos de fuera: como dice Elvira Lindo en el prólogo, Josefina lo hizo antes. Luchaba por ser clara y diáfana, luchaba por “dejarse leer”, por inventar géneros con descaro y por resultar atractiva para los lectores: ella estaba siempre a su servicio.

El oído de una época

Con todos habló -con Unamuno, Margarita Xirgu, Baroja, Valle Inclán, etc-, y a todos los retrató como entrevistados gracias a su memoria prodigiosa. Visitaba mucho a Azaña -para ella, don Manuel-. Iba y venía del Congreso, perseguía a los políticos en verano en El Escorial, se posicionaba tanto con su amigo que en su pueblo comenzaron a llamarla “la gran propagandista de la República”. Así quedó inscrito, al menos, en una placa. 

Todo se fue al carajo, claro, cuando estalló la guerra, y huyó con su marido -José Rico Godoy- a París. Cuando acaba la contienda, él cree en la promesa de Franco -la de que nadie que no tuviese las manos manchadas de sangre sufriría ningún daño-, regresa y lo tienen detenido tres años mientras ella espera, angustiada y embarazada, a que pase la tormenta en París.

Josefina Carabias trabajando en la redacción de Informaciones. Seix Barral.

A su vuelta a España firmó con otro pseudónimo porque todos conocían de sus lealtades. Después se hizo corresponsal en EEUU, pero siempre estuvo en contacto con don Manuel: llegó a narrar su auge y su caída, sus últimos días estremecedores gracias al pintor Francisco Galicia -amigo de Azaña al que Carabias conocía- desde el exilio francés. Aunque ella siempre le fue leal a su viejo colega, y aunque mucho tiempo guardó silencio, anotó mentalmente lo que tenían de relevante sus conversaciones a sabiendas de que algún día lo publicaría: no podía hacer otra cosa, dada su férrea vocación de periodista. Y él lo sabía.

Salvar a Azaña de su mito

Como cuenta Elvira Lindo, ella “trata de redimirlo de la idolatría y del odio, esos dos sentimientos que deshumanizan a un personaje que ha de ser observado con justicia y sosiego por la historia”. Habla de su enorme mirada psicológica para ahondar en don Manuel, y que nos brinda “virtudes y defectos que se complementan, que lo humanizan: el carácter generoso enfrentado al temperamento maniático, la austeridad en las formas en contraste con el amor por la belleza y el bienestar burgués, la reacción desabrida con unos con la respuesta generosa hacia otros, la antipatía unas veces y el humor socarrón otras”.

Este libro, Azaña. Los que le llamábamos don Manuel (ahora reeditado por Seix Barral), se publicó por primera vez en el año ochenta y ha estado mucho tiempo descatalogado, fuera de circulación. La pena es que la autora no llegó a verlo andar, porque falleció cuando la obra estaba en imprenta.

No es una biografía, y tampoco una semblanza cariñosa -ella se esfuerza por subrayar que lo que seguro no es, es una apología-: es verdaderamente un testimonio excepcional, un perfil agudísimo sobre el hombre y el político de entre los treinta y los cuarenta, es un acompañamiento fiel pero crítico de ese tipo extraño y algo errante, es el retumbar de las voces de Negrín, Valle-Inclán, Largo Caballero, Chaves Nogales, Lola Rivas Cherif (esposa de Azaña), Alcalá Zamora, Indalecio Prieto, Unamuno o Margarita Xirgu.

Perro ladrador

Decía Josefina que se había hablado de “los dos Azañas”, pero que ella sólo conoció a uno -más humano, más contradictorio y más lleno de corazón de lo que parecía-. Un hombre que se esforzó en honrar el oficio de político. Un hombre íntegro que dignificó la profesión. 

Lo describe en dos pinceladas perfectas. Le recuerda, cuenta, alzando la voz y diciendo que “si la República no se hace respetar, se hará temer”. Le aplaudían. Él se hacía el enérgico, “pero no lo era tanto”. También sentenciaba: “Si ellos derriban la silla, yo derribaré la mesa”. Y desde el papel, la buena de Josefina meneaba la cabeza, con cariño. “Él era el primero en no ignorar, sobre todo a medida que transcurría el tiempo, que a la República española muy pocos la respetaban y ninguno la temía”.

Y continúa. “Y que por muchas sillas que derribasen otros, él no derribaría ninguna mesa -lo que solía hacer era restaurarlas en vista de que le encantaban los muebles de estilo, que son los que usan los gobernantes-, porque nunca se hubiera perdonado que la mesa pillara debajo a un niño, un gato o una mujer de las que hacen limpieza en los ministerios”. Chimpún.

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