Es posible que en julio de 1969, cuando el Apollo 11 llegó a la Luna y Neil Armstrong dio sus primeros pasos por el satélite, alguien imaginara que en las siguientes décadas habría asentamientos humanos allí arriba. Medio siglo después estamos lejos de que ocurra algo así. Sin embargo, ya hay un hombre cuyos restos mortales reposan para siempre entre los cráteres y arenas lunares.

Hablamos de Eugene Shoemaker, nacido en Los Ángeles (California, Estados Unidos) en 1928, un científico que merecería ser conocido no sólo por la singularidad de su última morada, sino por todo lo que aportó al conocimiento en vida. De hecho, algunos le consideran fundador de la astrogeología porque demostró que muchos accidentes geográficos, tanto de La Tierra como de otros cuerpos celestes, no eran antiguos volcanes sino el resultado del impacto de un meteorito.

Empezó por el cráter Barringer, situado en Arizona. Tras estudiar Física, dedicó su tesis doctoral a probar que se formó hace 50.000 años. La presencia de coesita stishovita le dio la pista: un meteorito había provocado aquel inmenso agujero, tal y como algunos habían sugerido y nadie había podido demostrar.

A partir de ahí inauguró y comenzó a dirigir el Programa de Investigación Astrogeológica del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS) en 1961. La Luna estaba repleta de cráteres que estudiar, por lo que Shoemaker entró en el programa Apollo y participó en la formación de los astronautas: la idea era que podía instruirles acerca del tipo de rocas que se encontrarían cuando llegasen al satélite.

Candidato a pisar la Luna

Al parecer, él mismo entró en la lista de posibles candidatos para convertirse en astronauta, darse un paseo por la Luna y recoger las muestras que le interesaran, según su criterio de geólogo. Sin embargo, una enfermedad se cruzó en su camino y frustró estos planes. Le diagnosticaron el mal de Addison, un raro trastorno que ocurre cuando las glándulas suprarrenales, ubicadas en la parte superior de cada riñón, no producen suficientes hormonas.

Shoemaker entrenó entonces a su discípulo, Harrison Schmitt, para hacer el viaje y tomar muestras geológicas lunares: se convirtió en el duodécimo y último hombre en pisar la Luna, y en el primer científico en hacerlo, ya que todos los demás astronautas fueron pilotos e ingenieros.

De analizar los cráteres pasó a estudiar los asteroides que los provocaban. Desde 1969, se dedicó a esta tarea en el Instituto de Tecnología de California (Caltech) y uno de sus mayores éxitos llegó décadas después, cuando en 1993 se convirtió en el codescubridor del cometa Shoemaker-Levy 9, que un año después acabó impactando contra Júpiter.

Eugene y Carolyn Shoemaker en el Observatorio de Palomar en 1994 / USGS

Era la primera vez que se observaba el impacto de un cometa sobre un planeta, nunca se había visto de forma directa una colisión extraterrestre entre objetos del Sistema Solar. Los otros codescubridores fueron su mujer, Carolyn Shoemaker, y el astrónomo David Levy.

El fallecimiento y su último viaje

Eugene Shoemaker falleció en un accidente de coche en Australia en 1997 pero aquí no acaba su historia. La NASA quiso reconocer sus grandes contribuciones a la ciencia y al programa espacial, así que incluyó sus cenizas en la sonda espacial Lunar Prospector, que fue lanzada al espacio en 1998.

Después de recoger datos orbitando alrededor de la Luna, fue estrellada de forma controlada contra su superficie el 31 de julio de 1999. Es de suponer que el impacto no provocase un gran cráter, pero sí que esparciese sus restos.

Según cuenta el divulgador Miguel Artime, las cenizas de Shoemaker iban en una pequeña cápsula de policarbonato con su nombre grabado, una imagen del cometa Hale-Bopp y otra del cráter de Arizona con el que había despagado su carrera demostrando que para entender las cosas de aquí abajo a veces hay que mirar allí arriba.

[Más información: Especial 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna

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