Asumamos como premisa todo lo que escribió Pérez Reverte hace un mes en su lección de anatomía titulada "Cervantes, Shakespeare y Rajoy". Acertó nuestro común amigo Luis Enríquez cuando pronosticó que me gustaría. Pero no por la confluencia de dos de mis retratos en su descripción del presidente en funciones como "estólido estafermo", que en lo de "Estólido en su estrago" me ayudó Quintana y en lo de "El Estafermo" nada menos que Nerval, sino por la bien ensamblada correlación entre un gobernante que no lee ni va jamás al cine, la ópera, el teatro o la Academia y un gobierno incapaz de darle al cuarto centenario de la muerte de Cervantes la envergadura que la ocasión requiere.

Ilustración: Javier Muñoz

Ilustración: Javier Muñoz

En lugar de ese "programa descoordinado, casposo hasta la nausea, metiendo a última hora cuanto se les ocurre por cutre que sea, para engordar lo desatendido hasta ahora", el gobierno de la mayoría absoluta debería haber preparado minuciosamente durante la anterior legislatura un proyecto de dimensión internacional que hoy estaría dando frutos en los teatros, universidades y museos de todo el mundo y por supuesto sirviendo de eje a la vida pública española. Si lleváramos ya cuatro meses hablando del idealismo cervantino, si en nuestras ciudades hubiera -como hace un siglo- desfiles de carrozas con escenas del Quijote, seguro que tendríamos investidura o en su defecto se rebautizaría como Rinconete y Cortadillo a esos pícaros Rajoy e Iglesias que pretenden sisarnos otra vez la bolsa, nuevas elecciones mediante.

Nadie lo resumió mejor que Mariano de Cavia cuando en plena resaca del 98 propuso en un célebre artículo en El Imparcial que el tercer centenario de la publicación del Quijote se convirtiera en 1905 en "una fiesta común a todas las naciones cuyos hijos llevan la sangre del sublime loco y del donosísimo zafio, una fiesta de familia para todos los pueblos latinos, una fiesta fraternal para todos los hombres que comulgan en el noble y laborioso culto de sentir hondo, pensar alto y hablar claro". Un siglo después Zapatero fue ridiculizado por plantear algo parecido en su debut como líder de la oposición, en el debate sobre el Estado de la Nación de 2001, pero Aznar recogió el guante. Ahí se acabaron nuestros presidentes con lecturas.

El artículo de Cavia, cuyo título recojo, asumo y transmito como si de una carrera de relevos por la dignidad española se tratara, estaba inspirado en el emblema del impresor Juan de la Cueva, editor del Quijote. Mientras lo que se llamaba el "cuerpo" representaba a un halcón sujeto por la mano de un cazador y -atención- a un león tumbado con los ojos abiertos en perpetua vigilia, el "alma" ovalada del emblema era esa leyenda extraída del libro de Job: "Post tenebras spero lucem".

Si lleváramos ya cuatro meses hablando del idealismo cervantino seguro que tendríamos investidura o en su defecto se rebautizaría como Rinconete y Cortadillo a esos pícaros Rajoy e Iglesias

La oportunidad de estas palabras no puede ser mayor al término de esta cenagosa semana en la que el ministro trepa, al que siempre se presentaba como mártir de las falsas denuncias, ha sido empujado al precipicio por la vicepresidenta, desarbolado por sus mentiras; en la que el todo es posible en Granada ha quedado impregnado por la corrupción urbanística y los malos modos policiales; en la que Mario Conde ha vuelto por donde solía arrastrando a sus hijos en su recaída; en la que Aznar ha descubierto hasta donde llega la vileza de Montoro y en la que la suciedad de Manos Limpias se ha convertido en oportuno salvavidas para la infanta Cristina. Entre tinieblas tan espesas, sólo cabe anhelar alguna luz.

La divisa de Juan de la Cueva hubiera sido el lema perfecto del ciclo electoral de 2015, pues esa era la gran ocasión de que despuntaran las nubes. De hecho el propio Cervantes la pone en boca de su criatura al final de la Segunda Parte, cuando don Quijote fantasea con sus "esperanzas propincuas" de cambiar la política a través de Sancho y le comunica que "no tardará en el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo "post tenebras spero lucem".

¡Infelice! Inmediatamente después una piara de cerdos les pasa por encima de forma que "el tropel, el gruñir, la presteza con que llegaron los animales inmundos puso en confusión y por el suelo a la albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote". Esto es lo que está a punto de suceder con nuestras expectativas de cambio, arrolladas por el egoísmo de una clase política vulgar y hedionda, que nos aboca con frustrante estupidez al fracaso de las nuevas elecciones. No en vano sostiene Luis Rosales en su "Cervantes y la libertad" -mítico oasis en el yermo de 1960- que "el quijotismo no es compatible con el éxito".

Pero tampoco lo es con la resignación en la derrota. Fijémonos en la dignidad con la que el caballero se levanta en este como en todos los lances, asumiendo que "es justo castigo del cielo que a un caballero andante vencido le coman adivas -chacales- y le piquen avispas y le hollen puercos". Entonces le dice a Sancho Pueblo: "Duerme tú que naciste para dormir, que yo, que nací para velar, daré rienda a mis pensamientos". Y apoyado en un árbol entona un "madrigalete" que acaba de componer.

Dos de sus versos lo resumen todo: "Así el vivir me mata, que la muerte me torna a dar la vida". El indomable Quijote, el indomable Cervantes. Esa perpetua disposición a erguirse, inasequible al desaliento, venga lo que venga, suceda lo que suceda, cueste lo que cueste, es lo que, como bien explica Erri di Luca, convierte al vencido en invencible. "¡Ay muerte de mi vida!", compendia el quijotesco Aute.

¿Cómo puede nadie con ideas e ideales para nuestro país resistirse a la perpetua llamada del caballero Cervantes? Siendo director de EL ESPAÑOL me siento directamente concernido por ese otro episodio de la Segunda Parte del Quijote en el que el león del emblema de Juan de la Cueva, hermano del de nuestra cabecera, aparece en medio del camino dentro de una jaula, sobre un carromato adornado con banderolas nacionales. Es un león de Orán destinado a Su Majestad el Rey. Un segundo carromato transporta a su pareja.

Don Quijote echa pie a tierra, ordena al leonero abrir la jaula y desafía a la fiera. Sancho le pide que desista de una empresa "en cuya comparación había sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento". El propio Cervantes se siente obligado a interpelar burlonamente a su criatura para recomendarle prudencia: "Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sólo una espada, y no las del perrillo cortadoras, con un escudo de no muy luciente y limpio acero, estás aguardando a los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas".

El caballero no se arredra. Ha afrontado peligros sin cuento pero ninguno como este. Alcanza así "el extremo de su jamás vista locura".

"Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sólo una espada, y no las del perrillo cortadoras, con un escudo de no muy luciente y limpio acero, estás aguardando a los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas"

Es el turno del león. Primero saca la cabeza de la jaula y le mira "con los ojos hechos brasas, para poner espanto a la misma temeridad". Pero a continuación "el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso ni de niñerías ni de bravatas... con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula".

El león, símbolo milenario de los españoles, emblema de la nación y del pueblo, ha reconocido a don Quijote y no le atacará aunque la puerta de la jaula permanezca abierta todo el día. "La grandeza del corazón de vuesa merced ya está bien declarada", proclama el leonero.

Es entonces cuando el Caballero de la Triste Figura muda su nombre por el de Caballero de los Leones, redoblando su compromiso de "desfacer entuertos", ayudar a los oprimidos y plantar cara a los opresores. Así se lo hace saber enseguida a los molineros que manejan una de sus aceñas fluviales en la que cree ver una mazmorra flotante, adelantándose cuatro siglos a las cárceles secretas de la CIA: "Canalla malvada y peor aconsejada , dejad en libertad y libre albedrío a la persona que en esa vuestra fortaleza o prisión tenéis oprimida... que yo soy don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones...".

El león, los leones de la integridad, la autoritas, el buen juicio y la valentía marcharán ya con él hasta el fin de sus días y han quedado con nosotros como su mejor legado. Sólo hace falta aferrarse a esa referencia moral. Por algo sostenía Ortega que "si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a una nueva vida".

En la que sin duda es la mejor aportación -casi la única digna de mención- a este alicaído cuarto centenario, Javier Gomá recoge el desafío de Rosales de "convertir su locura en ejemplaridad" y presenta a Cervantes como "ideal de una ejemplaridad moderna", trenzada por el "idealismo", la "cortesía" y el "chiste". Idealismo en la madurez de la vida, que Cervantes y Quijote han doblado ya el recodo del otoño al lanzarse a los caminos. Cortesía de obra y de palabra aun en la peor adversidad: "Soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones y de encantos". Y chiste, al fin, pues, como alega Turguénev, "un cierto componente ridículo debe entreverarse... con los actos y el carácter de los hombres llamados a hacer grandes cosas".

Gomá concluye que "España sería mejor, más cívica, más urbana, más humana si se asemejase más a Cervantes". Eso era lo que pretendía favorecer el desfile de carrozas que recorrió Madrid el 9 de mayo de 1905, reproduciendo escenas clave del Quijote. La del Gremio de Vinateros escogió la aventura de Clavileño, la del Gremio de Tejedores optó por el yelmo de Mambrino y fue la de la Diputación Provincial la que eligió el episodio de los leones. No he encontrado imágenes de tal día pero eso me facilita imaginar al autor y su criatura, acompañados por la fiera, proclamando al unísono las palabras clave del capítulo correspondiente (II, XVII): "Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible". Pues eso.