Tras la bola

Hablaremos de tenis, aunque también de viajes, ciudades, culturas y periodismo en primera línea de batalla. Porque hay cosas que no se ven, pero tampoco se cuentan.

 

Roger Federer con su trofeo de campeón en Miami. Erik S. Lesser EFE

Por esto soy un privilegiado

El 27 de diciembre de 2016 me fui de mi casa con un nudo en la garganta. En Sevilla, mi refugio favorito del mundo, se quedaron mi familia y mis amigos preparándose para entrar en un año nuevo que yo estrené en solitario en Brisbane, después de 35 horas de vuelo en las que pensé una y otra vez si cambiar las uvas y el champán por la raqueta y el ordenador era lo correcto. Creo que basta decir que repetiré la decisión de empezar en Queensland la próxima temporada si todo va bien.

Brisbane, sin embargo, fue solo el aperitivo de lo que vendría luego. Sí, estar al lado de Nadal en su regreso a la competición después de medio año peleando contra las lesiones fue muy especial. Y sí, allí no había nadie más. Ver cómo la gente se tiraba al suelo para ver su primer entrenamiento en el torneo por la rendija que separaba la valla de la pista del suelo sigue siendo indescriptible, y mira que he visto locuras similares, pero ninguna como esa. El español perdió con Milos Raonic en cuartos de final, pero acabó resultando anecdótico. Fue una semana única y especial, la primera del año, que terminó a lo grande.

Brisbane me regaló la oportunidad de sentarme a solas con Nadal una vez más a hablar de todo un poco en otra de esas entrevistas que guardo con mucho cariño. Su carrera protagonizó gran parte de la conversación, como no podía ser de otra manera en un deportista, pero también sus planes de futuro, el matrimonio, los niños que llegarán a su casa el día de mañana, el nombre de su barco en recuerdo de su abuelo fallecido, la situación política en España o Donald Trump. Creedme, no es fácil que una estrella mundial que ha respondido preguntas de todos los colores quiera meterse hasta el fondo en esos temas. Mérito suyo, por supuesto, pero por eso soy un privilegiado.

Sin tiempo para digerir nada, el Abierto de Australia nos hizo tocar el cielo con la temporada todavía en pañales. Han pasado más de dos meses desde lo que ocurrió en Melbourne y poco a poco empiezo a ser consciente del significado de esas tres semanas, que aunque se repitan el próximo año no podrán igualar a las de este. Federer y Nadal. Nadal y Federer. El inicio de un asombroso y revuelto 2017, con Murray y Djokovic en un segundo plano y la legendaria pareja de contrarios jugándose un grande de nuevo. ¿Quién podía imaginar que los dos coincidirían en esa final después de ir a trompicones durante el final de 2016? Nadie.

Fueron las tres semanas más duras a nivel laboral a las que me he enfrentado, pero también las tres semanas más emocionantes de siempre, las tres semanas más inolvidables de toda mi vida, tres semanas que cualquier periodista debería disfrutar alguna vez.

Cuando el torneo echó a andar, cuando la maquinaria se puso en marcha, mi horario se dividió de la siguiente forma: 16 horas de trabajo (de nueve de la mañana a una de la madrugada, más o menos), cinco horas de sueño y tres horas perdidas entre ratos muertos (algo hay que comer) y desplazamientos (nos quedamos en St Kilda, junto a la playa, aunque un poco lejos de Melbourne Park).

Al tercer día, las ojeras y los cordones de mis zapatillas podían tocarse. El último día de torneo, que casualmente coincidió con mi cumpleaños, me fui a dormir a las seis de la mañana y estaba en condiciones de pasar con matrícula de honor el casting para cualquier película sobre el Apocalipsis.

Rafa Nadal y Roger Federer tras la final de Miami. EFE

Antonio Arenas, que venía conmigo en la primera parte del vuelo de vuelta a Madrid (Melbourne-Doha), se ríe cada vez que le digo que me cuesta dormir en los aviones porque dormí de un tirón las 14 horas de ese trayecto. Me senté en uno de nuestros preciados asientos de la salida de emergencias (un saludo para mis piernas, de nada por el favor) y no me levanté ni para ir al cuarto de baño. Tampoco para comer, aunque las azafatas intentaron despertarme sin éxito hasta en cuatro ocasiones. Imposible, necesitado de dormir siete días seguidos como estaba.

En Melbourne estuvimos menos de cinco periodistas españoles y nos volvimos con el impagable recuerdo de lo que vivimos. Nacho Encabo (dpa), el propio Arenas (Eurosport) y yo compartimos juntos la mayoría del tiempo (echando mucho de menos a Marta Mateo, que volverá a la batalla próximamente), en entrenamientos de Nadal (allí estábamos nosotros tres cuando entrenó con Mark Philippoussis para preparar su partido ante Raonic, por ejemplo), en guardias en la zona de jugadores para cazar a algún protagonista (se nos escaparon muchos) o en las rápidas comidas del mediodía.

Según avanzaban los días, y la idea de una final entre Federer y Nadal se volvía más real, nos frotábamos las manos ante lo que acabó siendo algo inesperado: uno de los partidos más celebrados de la historia del tenis que saborearemos mejor con el paso de los años.

En consecuencia, he visto un Federer-Nadal en la final del Abierto de Australia. Acabo de ver otro en la final de Miami. He visto a Federer perder en la segunda ronda de Dubái contra el ruso Donskoy, un desconocido para casi todos que se aprovechó del cansancio del suizo y hoy es un héroe por haber conseguido derrotar al hombre invencible. En resumen, he visto cómo dos jugadores muertos y enterrados por la mayoría revivían hasta convertirse en los mejores de 2017.

A mí, que crecí leyendo y empecé aprendiendo de las andanzas de Juan José Mateo (El País), Neus Yerro (Sport), Jaume Pujol-Galcerán (El Periódico), Ángel Rigueira (Mundo Deportivo), Enrique Yunta (ABC) o David Menayo (Marca), me sigue pareciendo increíble todo esto, pero también reafirma uno de los mejores consejos que me han dado nunca: lucha, persevera, insiste y, sobre todo, trabaja hasta que no puedas más.

¿Que por qué soy un privilegiado? Bueno, es fácil. Primero, y seguro que es lo más importante, por poder vivir haciendo lo que me gusta. No me gusta, me encanta, me vuelve loco y me apasiona. Hay presión, esfuerzo y sacrificios, pero es que sin todo eso no tendría mucho sentido seguir por aquí. Segundo, porque he aprendido mucho en estos seis años de vueltas y más vueltas, pero lo mejor es que me queda más de la mitad por aprender. Y tercero, porque el camino recorrido me ha servido para descubrir cómo superar los ataques silenciosos, la envidia y la mala baba que irremediablemente aparece en algunos sin razón aparente. Antes me habría afectado mucho, ahora es simple ruido. Supongo que es un síntoma de crecimiento.

Así, entiendes que eres un privilegiado enorme cuando Federer y Nadal se disputan el título de Miami después de dos semanas intensas y no hay ningún otro periodista español para contarlo en primera persona desde el lugar donde se cocina todo. Así son los tiempos actuales. Contar lo que te cuentan está bien y muchas veces es inevitable, pero contarlo directamente es otra historia completamente distinta. Tú lo ves, tú preguntas, tú lo escribes. Sin filtros y sin intermediarios. Cada día, el cuadro está en blanco y lo pintas como te da la gana. Sí, por eso soy un privilegiado.