La Trinchera

De toros y toreros: un lugar para el aficionado en la boca del león.

Manolo Cortés, apoyado en la barrera de Las Ventas

Manolo Cortés, apoyado en la barrera de Las Ventas

Apuntes en la muerte de Manolo Cortés, el torero convertido en mito

"La muleta y torear", responde. "Es lo más grande del mundo. ¿Torear? Lo demás no me interesa nada. Torear: el toreo", subraya. "Lo demás me da igual todo", lanza las palabras serio, moreno y solemne, gesticulando. "No me motiva nada. Un chaval, a lo mejor lo ayudas, me gusta darle ilusión, en fin, me iluziona", divaga un instante, concede un resquicio, para volver rápidamente a la realidad, "lo que realmente me ilusiona es coger la mano izquierda y pegar catorceoquincepaze", en el tono se percibe que está descubriendo el grial, las bases de una vida. "Lo demás me da igual todo", insiste, golpeando la última palabra.

Las declaraciones son un extracto de la entrevista que Molés hizo a Manolo Cortés hace algunos años, muerto el sábado. La tragedia de su muerte, una vida más estrujada en el desagüe de la enfermedad, se hace gigante cuando se leen o se escuchan algunas de sus declaraciones.

Da la sensación de que Manolo Cortés, matador de toros gitano, "ojalá lo fuese", consciente, una luz dentro de su concepto, estaba hecho a medida para la palabra torero. El vacío que se produce en el propio término cuando desaparece alguno de estos hombres es la dimensión exacta de su pérdida: Manolo Cortés lo ha dejado vacante.

Aprendió el toreo palpándolo, moldeando la sombra negra de los vacos en las noches de luna. La intuición lo hizo torero en la penumbra. De un tentadero saltó a su primera novillada. Cortés pertenecía a una época en la que las diferencias entre matadores no eran oceánicas. Entre las figuras y el fondo del escalafón había tipos así, que amasaban el toreo, que iban y venían, macerando historia, convirtiéndose en mitos. Las palmas de la manos, las yemas de los dedos, los chismes. El humo del cigarro.

Desde hace unos meses una foto suya toreando a la verónica ha recorrido varias veces WhatsApp. Es el viral de los aficionados sin titulares deslumbrantes. Sin Jungla. Es en blanco y negro. Manolo Cortés está toreando desde la raíz. El toro tiene la cara metida. Él carga su peso sobre la pierna derecha, que indica levemente el final del lance. Está tomada en el instante en el que el embroque recoge la embestida y profundiza en ella, sumergida en el temple. Los brazos apenas salen. La naturalidad es pasmosa, no hay afectación y la figura, tan compacta y redonda, recogida, pide bronce. Él está como asomado. Una reivindicación callada, solitaria, el paisaje desnudo que es torear.

Sin verlo torear -ni siquiera en vídeo- ni conocerlo, sabía de su existencia. Al aficionado a los toros, una vez aprendidas ciertas cosas, se le instala en la mente de forma automática una iconografía, varias biografías, algunas fotos y dos o tres tópicos. Manolo Cortés estaba ahí, cuando me hablaron de su enfermedad, en el relieve de la tauromaquia.

Las Ventas y la Maestranza, las puertas grandes, las corridas duras y los desesperantes veranos de Madrid, su relación con Antonio Ordóñez, los toreros a los que apoderó y las cornadas quedan en las vitrinas de la vida de un hombre que era -es- leyenda. La muerte sólo lo ha confirmado.

Fue revolucionario: era, ante todo, aficionado. No verá una nueva feria. "Llegar a Sevilla y ver un toro por allí galopar, y esa música y ese ambiente... y te entra por aquí...", las manos señalan la barriga y suben hasta el pecho. "Te entra una cosa...", resopla en el espejo de los años.