La Trinchera

De toros y toreros: un lugar para el aficionado en la boca del león.

Dámaso González enfrentado a un toro enorme de Samuel Flores / Captura

A Dámaso no le hizo falta reinventar el toreo

A Dámaso González se le veía la sonrisa también de espaldas. Tenía esa expresión limpia tensada por los años y garabateada sobre el moreno de finca, suspendido siempre el humo del Marlboro. Las fotografías, los vídeos, alejado de la tensión del traje de luces, devolvían el reflejo de alguien al que parecía asaltarle siempre lo insólito de su condición, todo lo que había conseguido: este soy yo y así estaba delante de los toros. Un soplido de la inocencia del novillero parecía escapar de la roca donde fueron a parar tantas embestidas.

Llegó a esta época como un icono. Atrás quedaron los asaltos a las plazas como espontáneo, las capeas, las huidas nocturnas de casa, el trabajo de lechero. Los kilómetros que devoró andando buscando vacas por la sierra de Jaén y los bocadillos de la abuela Julia, que abordaba en la puerta de Los Monasterios a la cuadrilla de niños toreros en la que él estaba señalado. No tuvo la literatura épica de Paquirri, el aroma de Manzanares, ni la extravagancia de Palomo, pero estaba ahí, sostenido por una tauromaquia despejada, concreta. A Dámaso no le hacía falta reinventar el toreo: le bastaba con templar a los toros. El pulso pautado latía debajo de aquel pasado de torero raíz, con el corbatín a medio anudar, el cuello de la camisa levantado, despeinado. Hecho en los sótanos del miedo, toreaba despacio.

Fue de los pocos a los que el vídeo reivindicaba. Hay dos secuencias suyas que han marcado a la generación de novilleros influidos por Youtube. No sé cuántas veces se habrá tecleado ‘Dámaso Madrid’. Unos de los primeros resultados es la faena a ese toro gigante de Samuel Flores en el 93, a punto de la retirada definitiva. Fue la última llamarada del oficio. La capacidad de ir superando las barreras que impone la bestia alrededor de su territorio, despejando el camino, pasando metas volantes para llegar a alcanzarle la testuz, desplantarse con el teléfono. Su tauromaquia, el toreo, casi la vida, explicada en unos minutos.

Luego otro, más cercano. Sentado en una barrera de la plaza de toros de Albacete era un espectador más del festival celebrado hace seis años en la ciudad. Formando ya parte del paisaje sentimental de allí, volvió a tirarse al ruedo. No hubo prisas por ponerse delante, bajó el tendido con cierta torpeza pero decidido. Casi con vergüenza, le apetecía muchísimo. Parecía un Papa, un ex presidente del Gobierno con algo que decir. Los toreros, sin embargo, lo son siempre. Formó un lío con una primera tanda. Pidió que lo dejasen un poco más. Al rematar la segunda, volvió a su sitio recibiendo abrazos de los toreros, saludando como si no hubiera pasado nada, con la tensión volcada sobre el torete, entregado tras pulsar el botón. Arreglado, vestido de calle, el jersey se le crispó pero no la muleta. Gigante, volvió a su tamaño, a nuestra dimensión, al plegar los trastos.

El recuerdo de sus inicios pesaba y siempre tenía alguna vaca para los chavales. A veces llamaba él. Hablaba de Antonio Bienvenida, Ordóñez y Camino, de las distancias de Chenel. Los últimos años los pasó en el campo. Lidió, sobre todo, novilladas. “Jamás le pediría a un compañero que me mate una corrida. Con lo mal que se pasa”, decía. Un cáncer de próstata lo ha consumido rapidísimo. Tantos kilómetros a la espalda, España del revés, unida por las ferias, sus carteles, todas la tardes, los viajes, los maletillas. “Ahora ya sólo me muevo para ir a por tabaco al pueblo”. Suficiente.