Arrimadas y el cuento admonitorio

Sobre la polémica de Inés Arrimadas, sobre la mujer que le deseó una violación colectiva y la insultó, y sobre cómo se ha zanjado esta cuestión desde el punto de vista empresarial, se ha escrito ya mucho y desde distintos puntos de vista.

Barbijaputa, por ejemplo, ha afirmado que dicha mujer no era una amenaza y ha recordado que muchas mujeres se enfrentan a agresiones mayores a diario. Más allá de su forma vehemente de expresarse, tiene parte de razón. Coincido, especialmente, en que la mujer agresora no suponía más peligro para Arrimadas que el insulto que le dedicó. Pero qué insulto.

Sólo se me ocurre una diferencia importante entre los insultos que recibe esta influencer feminista a diario en redes sociales y los que le dedican a Arrimadas. La diputada tiene nombre y apellidos. Su agresora también. En cambio, Barbijaputa es un alias. Que un alias amenace a otro alias, ambos protegidos por el anonimato, es una cosa. Que una persona con nombre y apellidos haga lo propio con otro ser humano, también identificable, es otra muy diferente. Intentad buscar en Twitter la combinación Arrimadas+puta. Veréis que a la representante de Cs le han caído de todos los colores y que los más duros vienen de perfiles anónimos difíciles de perseguir.

Aunque no sea el mismo caso, he vivido muy de cerca las penurias de Rubén Sánchez, portavoz de Facua, que sí defiende sus ideas a cara descubierta. No sólo he visto cómo su familia sufría campañas durísimas en su contra sino también, afortunadamente, cómo sus agresores terminaban condenados. Creo que es más difícil vivir de cara y presentarte con tu nombre y tus apellidos. Los que heredas de tus padres y transmites a tus hijos. Y más difícil ver cómo los arrastran por el barro.

Quién destroza la vida a quién

Juan Soto Ivars, que me parece un islote de cordura en el mundo de las redes sociales, ha escrito un texto interesante en el que ha hablado de cómo Arrimadas se equivocó compartiendo el nombre de su agresora y, básicamente, destrozándole la vida. 

¿Tiene razón? Volviendo al caso de Sánchez, el portavoz de Facua no dudó en hablar en voz alta del sufrimiento que le estaba causando su agresor. Faltaría más. Él compaginó la lucha en los juzgados con una transparencia total sobre el proceso que estaba desarrollando y no dudó en señalar con el dedo a su torturador, tanto en medios como en redes. Creo que hizo bien.

Dudo mucho que si una persona me trasladase un insulto de la magnitud del recibido por Arrimadas me pudiese limitar a ir a un juzgado. Entiendo a Juan, de verdad que sí. Pero Arrimadas no escribió esas palabras, lo hizo su agresora. Esa señora se ha tirado ella solita al estanque de tiburones.

Aquí ni siquiera cabe el debate educado, como en la polémica veraniega del extrabajador de Google. Esto no es un texto que aspira a tesis. Es una animalada firmada con nombre y apellidos. Ninguna empresa quiere estar cerca de alguien así. Lo importante para las compañías no es qué piensa la gente, es en qué líos les puede meter la gente. No pueden permitirse que nadie arrastre gratuitamente su marca por el barro.

Hay quien dice, como siempre, que en unos años ya no vamos a poder ni expresarnos en la barra de un bar. Obviando que en el Marilyn, donde desayuno, nadie dice burradas similares, y que si alguien dijese algo así de una mujer delante de mí se las vería conmigo, a estas alturas sobra insistir en que las redes sociales no son la barra de un bar. Son un registro público sometido a escrutinio.

No es un debate sobre libertad de expresión

Iu Forn deja más que claro en una columna algo que no deberíamos olvidar: la libertad de expresión no es lo que debatimos aquí. Tú puedes decir básicamente lo que quieras sin temor a la persecución de la Justicia (a menos que entres en nuestros dos tabúes oficiales: apología del terrorismo y la figura del Rey). Pero si dices barbaridades nadie está obligado a contratarte, mantenerte en tu empleo, apreciarte o acostarse contigo.

En el cuento, Caperucita se detuvo a hablar con el lobo. Quizá no por eso se merecía que el animal de marras se la comiese a ella y a su abuela. Tal vez se destrozó la vida por una cosa menor. Pero ¡es que era el lobo! ¿Quién demonios se para en el camino a hablar con el lobo? Tal vez la muerte y la ejecución de su abuela sean un castigo extremo para la niña, pero al menos el lector de Perrault aprende la lección. 

En unos años, especialmente si seguimos por esta senda, tendré que contar este cuento admonitorio a mis hijos. Deben entender que las opiniones pueden tener consecuencias, que gritar consignas de odio no les va a llevar a ningún sitio y que por más que las redes tiendan a incendiarse y puedan destrozar la vida de ciertas personas, al menos la gente puede intentar protegerse no haciendo fogatas ni quemando rastrojos en el bosque.