Coco, de Pixar, una fábula sin empresas tecnológicas...

A Coco, de Pixar, le falta tecnología y le sobra regulación

Bienvenidos a Santa Cecilia, el pueblo en el que transcurre Coco, la última película de Pixar. Un pueblo en el que las familias consideran que ser zapatero o limpiabotas es mejor que músico (o cualquier otra cosa), en el que los chavales preadolescentes no parecen saber lo que es un móvil (o La Voz) y en el que ser mariachi es la aspiración prohibida. 

No voy a engañar a nadie: la película está bien. Lee Unkrich es el mismo realizador que nos regaló Toy Story 3, una de las mejores películas de animación de todos los tiempos, y tiene un tempo narrativo impecable y un final que sabe aprovechar cada recurso sensiblero posible para hacerte llorar como una magdalena. 

Sin embargo, para que todo funcione tiene que recurrir a demasiados trucos para ajustarse al guión y sus guionistas han preferido dibujar una sociedad mexicana bastante alejada de la realidad

He hablado con varios amigos mexicanos y me dicen que la aldea de la que habla es perfectamente viable, y se corresponde con lugares con hondo arraigo del Día de los Muertos, como los que hay en estados como Michoacán o Guanajuato. Concretamente, me dicen que tiene mucho que ver con la isla de Janitzio y la localidad cercana de Patzcuaro, y algunos amigos me han remitido a la obra Día de los Muertos, de Alex Fito & Cuates. Conocía a Fito de los Raspa Kids, y su interés por la cultura mexicana, así que no dudaré en leerle. 

El problema es que muchos me dicen que la película está ambientada en el pasado cuando, en realidad no es así. Hay dos motivos que dejan claro que Coco está ambientada en el presente. La primera, la línea temporal. Teniendo en cuenta que la película traza todo el árbol genealógico del niño protagonista, y que habla de un cantante que lo fue todo en los años 50 (clara referencia a Pedro Infante), tenemos que estar hablando de una fecha cercana a la actual. Pero es que, además, el DJ del mundo de los muertos tiene más tecnología a su disposición que todo el pueblo de Santa Cecilia en un día de fiesta y confirma esa tesis.

Esa forma de tapar la tecnología es razonable si quieres plantearte una fábula. Pero lo cierto es que Janitziro o Patzcuaro tienen cobertura de móvil (3G y 4G con Telcel, lo he comprobado), y que en ambos casos tienen televisión. Vamos, que no viven en un apagón tecnológico.

Recuerdo salir de la película pensando en cómo es posible que una familia mexicana pueda plantearse ese odio cerval a la música en un país que la ama profundamente. Oh, paradoja. En México no sólo tienen La Voz, sino que uno de los coaches del programa fue Marco Antonio Solís, un cantautor local que participó en la misma edición que David Bisbal, que procede del estado de Michoacán y que ¡pone la voz a Ernesto de la Cruz, el Pedro Infante de la película! --Solís, por cierto, es el autor de la celebérrima canción Si no te hubieras ido que muchos conocemos en España sólo por Maná--.

Y, lo siento mucho, por más que los mexicanos tengan un hondo sentido de la tradición, la idea de que un tatarabuelo pillastre sea capaz de marcar a la familia de forma inexorable durante generaciones es difícil de tragar, lo veas como lo veas. 

Pero la falta de tecnología es sólo una de las cosas que me descuadra.

Regulación a porrillo

La otra tiene que ver con la enorme regulación vigente en el mundo de los muertos. Ojo, que hay que ver Coco aunque sea por su maravillosa recreación de un mundo de muertos poblado de simpáticos esqueletos. Esa especie de colorido purgatorio en el que los difuntos nos mantenemos ocupados y en el que se nos da un pase anual para visitar a los vivos. 

El problema es que, para poder hacer ese viaje, Pixar pone unas normas más complicadas que para emigrar a EEUU. Y sin opción de mojarse las espaldas.

Los muertos necesitan que sus familias cumplan, a ciegas, unos estrictos prerrequisitos. Deben tener habilitado un altar acorde a una normativa específica y en el que haya una fotografía del finado. En caso de olvidar al difunto y/o quitar la foto del altar, éste puede verse obligado a sufrir una segunda muerte de resultado incierto. 

Para colmo, esta segunda vida establece una escala social basada en la capacidad de recuerdos que hayas generado. ¿Eres rico y famoso? ¿Consigues muchas ofrendas? En la otra vida seguirás siendo tan rico como eras, y además los muertos te idolatrarán. Para colmo, unas simpáticas piñatas voladoras se aseguran de que cumplas las normas a rajatabla.

Para viajar a encontrarse con la familia, los mexicanos se encuentran ¡con aduanas! O sea, que ni muertos y lejos del muro de Trump se libran de las cabinas de marras.

Son un par de cosas que no me chafaron la película pero me dejaron pensando en el recurso al tópico. No es que seamos ajenos al mismo. La segunda entrega de Tadeo Jones mete más tópicos españoles por minuto que una película cualquiera de Carmen Sevilla. Y ni en un caso ni en el otro al público parece importarle demasiado esta recreación simplificada.

No es que la película no me calase. Ya le canto a mi hija el Recuérdame de Gael García Bernal cada noche. Pero la escena de la fiesta en casa de Ernesto, con una combinación de música electrónica y rancheras, me hace pensar qué habría pasado si los guionistas hubiesen apostado más por la fusión entre modernidad y tradición y no sólo por la recreación de lo segundo.

Pero me importa más vuestra opinión y, concretamente, la de los mexicanos, que han convertido Coco en un taquillazo. ¿Qué os pareció? ¿Os parece creíble el personaje de Miguel y la relación con su familia? Podéis hacerme comentarios a través de Twitter. Soy @uriondo.