Opinión

Carretera y manta

  1. Opinión
  2. Blog del suscriptor

Es la otra guerra. La que conmueve, mueve y remueve los adentros. Hay cosas que hurgan en nuestros entresijos que nos insuflan una fuerza inusual.  Estoy hablando de echarle bemoles. Mi admirado amigo Antonio Camacho ha llenado su autocaravana de conciencia humanitaria y ha cruzado el mapa desde Coslada hasta Polonia. Es uno más y lo hace porque así lo entiende. Es la otra cara de una moneda que cuando cae de canto o lo tienes claro o no sirven los segundos intentos.

Por desgracia los francotiradores de la palabra siempre están dispuestos a disparar al contrario, al que hace lo correcto, a los que  su gnosis les define como personas depuradas en voluntades. Una vez más salen a relucir los severos de la estupidez alzando la voz criticando que estas gestas se hagan con esta guerra y no otras que las hay o las ha habido.

No hay que hacer caso a quienes caminan hacia la debilidad perpetua porque en ellos jamás germinará otra cosa que el gen heredado de algún trío  sexual entre el odio, la maldad y la envidia. Sí, voces que critican que la gente normal se marque 3.000 kilómetros para prestar auxilio a quienes huyen del horror. Son siempre los mismos, los que por engendro de lo perverso trafican con las conciencias ajenas. Son esos seres difusos al servicio de la flagelación existencial.

Lo cierto es que hombres, mujeres y niños intentan cruzar esa línea invisible  separada por el viento  y las nubes que definida como frontera impide de momento que las bombas puedan traspasar las lindes. Y a partir de ahí la nada más absoluta para tantos millones de personas que dejan atrás al minotauro que se alimenta de carne humana. Son seres humanos iguales que nosotros  confiados en encontrar a muchos Antonios Camachos que les abran los brazos de la armonía y les cierre  la invisible puerta de los horrores. Esa y no otra es la guerra que impulsa  la necesidad de hacer camino para convertir  el espanto en salvoconducto de vida.

La vida nos regala un espejo en el que mirarnos más allá de la apreciación estética, porque la imagen solo es  la contemplación del momento y eso,  como dijo Julio Cortázar: “Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías” Esa debe ser nuestra mejor instantánea, el gesto hacia los demás. Es la hora de convencernos de que nuestra estancia terrenal no solo obedece a desear las promesas siempre incumplidas por quienes tapizan el mapa del poder,  unos y otros nos mienten y nos manipulan mientras la vida de cualquiera de nosotros es simple moneda de cambio. Les importamos la nada más absoluta y hoy es Ucrania, mañana puede ser España o la madre que los parió, siempre la idéntica ecuación con el factor de la hipocresía y la mentira, mientras la fotografía que sustituye a la palabra es la imagen de la realidad, la que refleja que no hay ni rostro ni futuro. Solo personas pidiendo auxilio. Ahí es cuando  el espejo en el que nos miramos declina su responsabilidad y apagamos la luz.

Después llegará el silencio  de la tragedia. Fosas comunes en donde hasta hace pocos días había campos de girasoles. La guerra no solo comporta ruina, sino también rompe la belleza de la libertad para vivir, sonreír y para amar. Ahora  nos quedan voluntarios y voluntarias capaces de alimentar unas conciencias hasta el límite de su empeño. Son muchos y muchas que han tomado carretera y manta para allanar el camino haciéndonos ver que el mejor ejército es el pueblo bien entendido. Antonio no regresa de vacío, trae refugiados ucranianos para mostrar al mundo lo iguales que somos ante las tribulaciones de la locura.   

Mari Mar, la mujer de Antonio, se ha quedado para controlar la logística de esta aventura. Es la corresponsal denodada, firme y expuesta a la preocupación, pero orgullosa de tener su conciencia humanitaria en idéntico régimen de gananciales que en el de su marido Antonio. Es el tándem de la gratitud, del sacrificio y de la generosidad  para quienes nos vemos incursos en este episodio de ayudas a domicilio. Dignos de orgullo y de sana envidia.