Opinión

El condenado Hasél

Pablo Hasél.

Pablo Hasél.

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Ese tal Hasél que empieza a cumplir las diferentes penas de cárcel que pesan sobre sus espaldas no le importa en realidad a nadie. Es un pobre perturbado, violento, sectario, zafio, un odiador profesional cuyo semblante permanentemente sombrío e iracundo basta para ofrecer una idea de lo que hay detrás.

Es, si prefieren una versión abreviada de lo anterior, un comunista de manual. Un tipo mediocre que vive, o pretende vivir, de ejercitar en su “arte” una supuesta libertad de expresión que a sus discrepantes negaría, así lo tiene dicho y rapeado, mediante el expeditivo procedimiento de matarlos.

De verdad, ¿alguien cree que todos esos individuos que queman mobiliario urbano e intentan matar policías a pedradas tienen algún interés en el perturbado delincuente que rapea? Ni hablar, esto va de otra cosa. Esto va de que tenemos en el Gobierno de España a los cabecillas ideológicos de esos incendiarios, y que su posición es ahora mismo relativamente vulnerable. Pablo Iglesias y su banda comunista ven cómo su influencia en el gobierno mengua, si por influencia entendemos intervenir decisivamente en las decisiones trascendentales del día a día de la administración del Estado.

Claro está que sus extravagantes propuestas subversivas, que el cíborg que preside el gobierno está dispuesto a tolerar para seguir en el cargo, tienen gran importancia a medio plazo en el propósito de moldear la sociedad, pero eso al cíborg le preocupa poco. Como los adictos que tratan de combatir su dependencia, Sánchez solo piensa en lo inmediato: su permanencia en el poder en las próximas 24 horas. Y eso hoy por hoy se lo ofrecen los comunistas y los separatistas. O sea, aquellos que quieren precisamente destruir la nación que el cíborg aspira a seguir gobernando.

¿Que eso suena peligroso y contradictorio a medio plazo, incluso para el propio Sánchez? Sin duda, pero mucho más peligroso es que le dejen caer mañana mismo, así que enfrentemos un día más y el diablo proveerá.

La exhibición de violencia callejera no es más que una demostración de fuerza de Iglesias a Sánchez, una especie de “estos son mis poderes”, y que me perdone el cardenal Cisneros por la imposible comparación. Un pulso dentro del propio gobierno para ver si se impone la violencia impune de los comunistas o la obligación legal y moral del ministerio del Interior de restablecer el orden.

El rapero perturbado es un pretexto, sin más. El tonto útil. Y los incendiarios de primera línea, porque en estas batallas campales hay soldados rasos en la barricada y generales en la retaguardia, son la carne de cañón que se envía al combate con la secreta esperanza de que un error, un abuso o un accidente provoquen un muerto, el muerto, el mismo que en los combates de los días posteriores al uno de octubre pretendieron encontrar los separatistas catalanes. Sin éxito, gracias a la exquisita profesionalidad de las fuerzas de seguridad del estado, y probablemente a la divina providencia.

Lo que más me asombra e inquieta es ver qué tipo de sociedad están consiguiendo moldear los medios de comunicación: tenemos a los comunistas, es decir, a la extrema izquierda incendiando las calles y a la misma extrema izquierda sentada en el Consejo de Ministros contra el que teóricamente luchan los terroristas callejeros, y gobernando también la segunda ciudad de España. Pero eso sí: nos preocupa mucho el auge de la extrema derecha constitucionalista.

Y entre tanto, la supuesta oposición, ese PP al que felizmente alguien bautizó como titular del “ministerio de la oposición”, es incapaz de lograr que siquiera una millonésima parte del descontento social, del hartazgo de la legendaria mayoría silenciosa, impacte contra la coraza reluciente del cíborg de La Moncloa.

Ese cíborg que es realmente el culpable principal, por no decir único, de la situación por la que atraviesa el país. El responsable de haber metido a la zorra a cuidar de las gallinas, y de hacerlo además después de ganar las elecciones prometiendo que haría justamente lo contrario, para poder dormir tranquilo.