La heterogeneidad en la incidencia de la enfermedad de la Covid-19 aconsejaba dictar medidas restrictivas atendiendo a los distintos niveles de exposición y de transmisión comunitaria del virus. Las cifras de la delicada situación en determinadas regiones del país exigían, asimismo, la adopción de una disposición armonizadora que contuviera los presupuestos fácticos bajo los cuales las autoridades autonómicas pudieran imponer medidas de diversa índole, como el establecimiento de un confinamiento perimetral, la restricción a la movilidad nocturna, o la clausura de bares y restaurantes. A este respecto, se ha generado un amplio debate en la comunidad jurídica acerca de la dudosa técnica legislativa que el real decreto introduce para delegar en las Comunidades Autónomas la aplicación de medidas para contener la propagación del coronavirus.
El artículo 7.2 del Real Decreto 926/2020, por el que se declara el estado de alarma establece, por ejemplo, que la autoridad autonómica delegada podrá decidir, “a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad”, que deban celebrarse reuniones sociales con menos de seis personas. Sin embargo, reducir ese número a cero equivaldría, a todos los efectos, a suspender el derecho fundamental de reunión —circunstancia no permitida durante la vigencia del estado de alarma—. Todos los estados que cabe denominar de emergencia constituyen excepciones o modificaciones temporales en la aplicabilidad de determinadas normas del ordenamiento jurídico, por lo que tampoco sería del todo irracional pensar que la actuación gubernamental debiera someterse a varios filtros de control de tipo judicial, máxime si su aprobación y extensión presenta fundadas dudas de constitucionalidad. A decir verdad, al lector no le costará recordar como, por ejemplo, el Juzgado de Instrucción de Lleida revocó durante el mes de julio la decisión de la Generalitat catalana de prohibir toda salida y entrada a Lleida ciudad y a los municipios limítrofes.
A diferencia de la obligada ratificación de las medidas sanitarias en el ámbito autonómico, la declaración del estado de alarma permite al Gobierno nacional legislar y modificar lo establecido por el Congreso sin prácticamente límites materiales. No existe un control previo de tipo judicial que permita analizar la procedencia de las medidas impuestas y verifique la proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida. Una vez aprobada la correspondiente prórroga, el Ejecutivo puede sustraerse del control parlamentario impidiendo al Congreso ejercer sus contrapesos institucionales, aún si adoptara las oportunas modificaciones o ampliaciones.
Con un control parlamentario posterior, que no podrá producirse hasta dentro de seis meses, la única vía que restaría abierta sería presentar un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. Recurso que, de admitirse a trámite, comportaría la pronunciación del Alto Tribunal dentro de meses o años, cuando la situación de emergencia sanitaria haya ya concluido y el pronunciamiento no sirva para proteger los intereses y derechos fundamentales de los ciudadanos afectados. En este sentido, es conveniente recordar que el Tribunal Constitucional lleva ya más de diez años sin resolver el recurso presentado por 50 diputados del Partido Popular contra la ley del aborto aprobada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
Otra de las problemáticas que presenta el Real Decreto 926/2020 es en relación con el ámbito estrictamente competencial. El artículo 4 de la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio es diáfana a este respecto, al establecer que el único órgano que puede declarar el estado de alarma es el Gobierno, y únicamente debe ser éste quien dé contenido a lo acordado. El real decreto no puede entenderse como una ley marco que faculte a las Comunidades Autónomas a restringir derechos fundamentales sin que el Ejecutivo haya precisado el alcance real de las limitaciones ni los criterios objetivos de carácter epidemiológico para la adopción de estas medidas. En efecto, el Gobierno puede delegar en las Comunidades Autónomas la consideración de autoridad sanitaria, pero tal delegación se refiere única y exclusivamente a la ejecución de las medidas acordadas previamente, y no a la facultad de declarar, sin los pertinentes parámetros objetivos, unas medidas distintas a las acordadas por medio del real decreto.
Es ostensible que la vigencia del estado de alarma actual nos sume en una creciente incertidumbre respecto a futuras restricciones, además de establecer un escenario de inseguridad jurídica incompatible con los principios básicos que deben regir en todo Estado de Derecho. Con todo esto, salta a la vista la conveniencia de reclamar la intervención del legislador estatal con vistas, por de pronto, a remediar el desorden jurídico que impera.