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Solo se muere cuando se olvida

Amy Winehouse.

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Nació en Londres, en el seno de una familia tradicionalmente judía. Era 1983, y por aquel entonces se respiraba el ambiente frígido de la Guerra Fría. Se desconoce si ese día llovía o no, pero el 14 de septiembre de ese año, nació una niña cuya tristeza sirvió para endulzar las de otros muchos.

Su padre se llamaba Mitchell, y era conocido por ser taxista en la ciudad de Londres mientras que su madre Janis, era farmacéutica. Al principio, los padres parecían estar acobardados por la personalidad arrolladora –y rebelde– de su hija, pero pocos años después, supieron que todo ese carácter de ‘potro desbocao’ –como bien decía Lola Flores– era debido a la pasión de ésta por el jazz y el soul. Mitchell enseguida empezó a cantar éxitos de Frank Sinatra para la joven.

Esas canciones del exmarido de Ava Gardner y de Mia Farrow, se rompieron cuando Mitchell y Janis se divorciaron amistosamente en 1993. La joven pasó del suburbio de Southgate a vivir en East Finchley y, por recomendación de su abuela Cynthia, mujer de la que heredó toda el carisma y locura, matricularon a la pequeña de ojos grandes y color avellana en la escuela de teatro de Susi Earnshaw, por su habilidad en la expresión corporal y su predecible futuro como bailarina. Aun con sus facilidades para el teatro, en la cabeza de la joven solo habitaba el hambre por la música y el jazz, pues las canciones de Sinatra que su padre le cantaba siempre vivieron en ella, de manera que nunca pudo deshacerse de ellas.

A los 10 años probó suerte en el mundo de la canción con un dúo de rap del que posteriormente no se sentiría orgullosa, y en 1995, ingresó en la escuela de teatro de Sylvia Young, en Londres, de la que saldrían grandes estrellas del pop como Leona Lewis o Rita Ora, pero fue expulsada por llevar un piercing en la nariz. Fue esa temperamento indomable del que ella nunca saldría viva, ella era una lucha constante entre su pasión y su genio, entre sus sueños y sus demonios.

Tras varios viajes y contactos, finalmente, algún que otro compositor y mánager vio agua en el desierto en aquella morena con tatuajes y piercing en la nariz judía y tras varios intentos y audiciones llegaría Frank, su primer álbum, en honor a las canciones de su padre y al mismísimo Frank Sinatra. Con el dinero recaudado tras el éxito de su primer álbum, logró ahorrar lo suficiente como para comprarse un piso en el barrio londinense al que anhelaba vivir en paz: Camden Town. Allí, la joven de 20 años empezó a vivir los inicios de su sueño.

La vida por delante, empezando a triunfar en la música y una casa para ella sola en uno de los barrios más bohemios de todo Londres. Y fue entonces cuando conoció a su gran amor: Blake. Se desconoce quién la adentró al oscuro mundo de los locales nocturnos, alcohol y drogas, pero lo cierto es que ella misma abandonó su sueño con la misma intensidad con la que lo agarró al principio. Conforme pasaba el tiempo iba creciendo la fascinación por Blake, que también ejerció de agujero negro para la cantante, y entre alcohol, drogas y problemas de alimentación, la carrera musical de la mujer blanca con voz de negra iba creciendo.

Parecía como si los niveles de tristeza hubieran producido en ella mayor calidad en sus canciones, como si se hubiera dejado no solo la piel, sino el amor y la vida en sus letras. Y es que ese genio del que hablaba en los primeros párrafos no fue pasajero, pues renegó de pedir ayuda y de dejarse ayudar. Y así, en los momentos más negros, en las noches más anochecidas y en las habitaciones más apagadas, nació en 2006 Back to Black.

Ya por 2006 lucía todos sus tatuajes, su moño colmena, sus piernas temblorosas como alfileres y su voz de negra. En sus actuaciones siempre había tras su figura cortinas rojas de espectáculo con su nombre bordado, y allí se colocaba también su coro compuesto por afroamericanos vestidos de traje naranja que, alguno con saxofón y otro a piano, acompañaban a una voz que para algunos –y para mí– fue la máxima representación del soul, y que junto a su físico reconocible de lejos, con sus ojos tristes, su tono decaído y su moño negro XXL, marcarían un antes y un después en la música inglesa.

Y es que vendió, pero de nada le sirvió, porque el 23 de julio de 2011 se la encontraron muerta de amor, porque nunca asumió la separación de aquel hombre oscuro que le llevó a la ruina moral. Porque de amor uno se puede morir, y ella, a pesar de tener lo indecible encima de su mesa, decidió hacerse daño, y quizá jugó con la ingenuidad de los suyos que, a pesar de ver melancolía y pena en todas sus canciones, no supieron ayudarla, o a lo mejor nunca se dejó ayudar, quién sabe, porque el dolor fue su único vicio.

Fue una mujer estoica, fuerte y débil a la vez, pero con 27 años cumplió su función en la vida, pues pasarán los años, y nunca morirá, porque como dijo Coco, solo muere quien se olvida, y pasarán guerras, dolores y tormentas, que todos recordaremos el no, no, no de Amy Winehouse.