Blog del suscriptor

Ese algo nuestro que ya no está

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Desde algunas semanas, veo un rostro en el que no me reconozco. Se lo he posteado a mis contactos de redes y todos sienten algo parecido. Parece que nos sentimos desgajados, pero sin saber exactamente qué es lo que hemos perdido durante esta pandemia.

Mis circundantes amigos, se sienten igual. Julián, el panadero sabio de Cevico de la Torre (Palencia), me dice que eso nos pasa a todos, y que nada va a ser igual; José, parlamentario socialista de aquellas primeras hornadas de la democracia, cree que son demasiadas cosas y que el enraizamiento no termina de secar; Alicia, culta y combatiente amiga de Valladolid, que tal parece sacada del mayo del sesenta y ocho francés, acusa que uno dice que no está mal pero que, aunque no se perciba, algo ha dejado una grieta en el yelmo; Judit me cuenta que hasta los silencios son distintos, que nuestro universo tiembla.

Soraya, católica practicante identificada en el espectro más o menos liberal de la política, piensa que todos nos hemos dejado algo por el camino y que nos han robado el mes de abril; Héctor piensa que algo se fue; otro José, mediterráneo con buenos aires, me comenta que la pandemia nos ha puesto en nuestro sitio; Elisa, psicóloga palentina que ha perdido a su madre durante esta pandemia y que ha tenido que hacer cola con el féretro para incinerarla en minutos, como si estuviera en un supermercado –ella es la que más ha perdido de todos nosotros–, me confirma que mi mirada es distinta y que hemos perdido mucho; a Julia, enfermera castiza y madrileña de pura cepa, esto le ha generado un desplome de energía, le cuesta mirar hacia delante, se siente triste y tiene vacío.

Mari Carmen dice estar bien, pero ve que su cara refleja dolor; Virginia, otra madrileña castiza y moderna cuyo abuelo fue concejal en la República, siente que hemos perdido vivir en libertad, que las emociones nos pasan factura y que hemos de reconstruirnos; Elena, vieja amiga del Osorno terracampino de Palencia, me acompaña en el sentimiento porque cree que le pasa lo mismo que a mí, lo ve como una especie de desapego; Estibaliz, cariñosa amiga vasca abertzale del Facebook, acusa falta de besos y de abrazos; e Ignacio, un amigo de Palencia, cinéfilo, filosófico y buen conversador, prefiere no mostrar el rostro y cree que, por primera vez, somos conscientes de lo débil que es nuestro maravilloso mundo.

Desde hace semanas no me reconozco en el espejo y siento que se ha ido algo que no puedo identificar pero que pertenecía a mi pasado. Si bien es verdad que también me siento más sólido, cada mañana convivo con esa sensación extraña de pérdida de algo importante que no sé qué es. A mis amigos, como se ve, les pasa lo mismo y quizás, con independencia de quienes somos o de lo que hacemos, esto le pasa a la mayor parte de nuestra sociedad. Se trata de una sensación que te acompaña en cada momento del día y que no se va.

Me he confinado con mi madre Menchu Amieva en la Asturias oriental de Llanes, he habitado una placenta gigante capaz de nutrirme espiritual y materialmente, rodeado de la belleza del norte que, porque es muy intensa, deviene evocadora e inmediatamente te sumerge en un mar de melancolía, pero de regreso a este pacífico y filosófico Mediterráneo de Castellón, inmerso en la explosión de otra belleza florecida con naranjos y jacarandas, y una luz de otro orden a la que no estoy acostumbrado, nada cambia.

Mi mirada, aunque lo parezca, no enfoca hacia lo exterior. Es una mirada que convive confinada en el adentro más íntimo. Hemos asistido a un funeral de cincuenta y cinco mil personas servido durante meses desde el catafalco del tabú más incomprensible para una sociedad moderna. Hemos enterrado a otros pensando que iríamos a enterrar pronto a los propios más vulnerables. En mi caso, con una madre de setenta y siete años llena de vida y con muchísima energía, nunca me había planteado adelantar el horizonte de su separación. Afortunadamente, está viva y ahora está sola su casa, transida por la memoria de mi compañía reciente. Durante estas semanas con ella, he tenido tiempo para escribir un ensayo herético titulado Jesús de Nazaret y el reino de la verdad, por lo que puedo decir que he aprovechado el tiempo.

Los míos están bien. Pero tengo una sensación de pérdida que no se relaciona siquiera con la falta de libertad –¿quién la pierde interiormente? –, ni con el secuestro de las libertades colectivas –tenemos una democracia muy débil desde su inicio–; ni con la gestión política –¿quién esperaba más–? No, a pesar de mi vitalidad, tengo un vacío entre existencial y espiritual que no sé de dónde viene y que comparten todos mis amigos sin exclusión. Debe de ser –no lo sé a ciencia cierta– el lastre que debemos de llevar los vivos tras esto. En parte, un instinto latente de supervivencia, en otra parte, cierta incomprensión del mundo en el que vivimos, y en última parte, un no ser que antes no sentíamos.