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Derecho a ser pacíficos

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En estos tiempos que corren en España, muchos nos sentimos ninguneados en el ejercicio de nuestros derechos fundamentales. Uno de ellos se ve atacado por cierta gentuza que soporta sin educación ni respeto a quienes pensamos diferente a ellos. La izquierda, esa extrema izquierda de pensamiento, palabra y comisión, se piensa estar en posesión de la verdad suprema. Pues no, no y no.

Los gobernantes de los países han tenido una gestión diferente, respecto a la pandemia del COVID-19. Por un lado estuvieron aquellos quienes entendieron el problema como una amenaza real y creíble para todos sus ciudadanos. Estos primeros han capeado el «bicho» con unos resultados aceptablemente buenos, entendiendo que un fallecido es una tragedia. Por otro lado seguimos aguantando a los cagalinderas más espantosos, que han antepuesto su ideología bastarda y cruel a sanidad, seguridad y precaución. De hecho, esos últimos han obtenido bajas en sus propias familias de ideas, amén de haber superado la enfermedad familiares consanguíneos.

¿Qué puede hacer un ciudadano cuando algo no le gusta? Ejercer la libertad de expresión. Recuerdo un día que, tras el aplauso de las ocho de la tarde, algunos de los vecinos en mi calle comenzaron a aporrear cacerolas desde las ventanas a las nueve en punto. Abrí una hoja para interesarme por el motivo. Cuatro, eran cuatro del edificio de enfrente:

—Es contra el Rey. Pedimos que España sea una república como en 1934 —me respondió el vecino de enfrente.

Acabáramos. Se nota la falta de cultura histórica y los desastres que produjo, así como ser el germen de la guerra civil de 1936 a 1939. Sin embargo, pese a mi disconformidad:

—Están en su derecho, aunque no me guste. Es una característica de la democracia —expliqué a mi hijo.

Revisando el Boletín Oficial del Estado (BOE) se puede comprobar cómo se ha producido una cosecha de leyes tremenda, ajenas a la pandemia. Hasta el penúltimo número de la Gaceta de Madrid —nombre histórico y original del actual BOE— más de 225 medidas se han adoptado por el gobierno de PSOE y Podemos, a ritmo de Real Decreto Ley. Tan prolijo ha sido y tanta prisa tenido que, tras el anuncio de una medida, a las pocas horas se aclaraba algún error y al día siguiente se veía enmendado por otro miembro —o miembra, con licencia— la redacción del texto y la explicación. Es decir, a las 12 del mediodía se ve el sol y uno piensa «atardece», otro «cenit» y otra «amanece, que no es poco».

Días después se comenzó la iniciativa de «cacerolear» a esa misma hora, todos los días, en protesta por la permanencia del Estado de Alarma en España. Una situación de emergencia que se había convertido en una medida para impulsar medidas legislativas, que poca relación tenían con la situación y sí una cuestión puramente ideológica.

Fuimos venciendo la timidez inicial de abrir la ventana y comenzar una percusión casera. Día a día se iban uniendo más y más vecinos, incluido aquél de enfrente con ideas republicanas, hasta comprender que la situación iba más allá de la alarma inicial. De hecho, a los cuatro días, me sorprendí viendo a aquel vecino ondear una bandera de España, constitucional, de ahora, roja y gualda, con el escudo correspondiente, mientras su teléfono emitía un sonido de cacerola:

—Soy autónomo y el gobierno está ahogando a mi familia —gritaba también.

Al día siguiente bajamos a la calle. Si bien se empezaban a ver esas acciones en el centro de Madrid, dar un paseo sonoro, «caceroleando», con la bandera constitucional de todos los españoles como nexo de unión, hacerlo en barrio de la periferia madrileña tiene su aquél. Día tras día se fueron uniendo más personas enfadadas sin significado partido político, de manera pacífica, autónomos, funcionarios, desempleados, jubilados, determinados con un único propósito: solicitar la dimisión de un gobierno que ha atenazado y sigue mintiendo a un país entero.

¡Qué gran pecado cometimos! Un político de medio pelo, cuyo padre es empresario y gran aficionado al golf, nos etiquetó como «Cayetanos». Un amigo gritaba, con referencia a una película:

—Pablo, yo no soy tu padre.

Desde las filas de la extrema izquierda se nos comenzó a demonizar, insultar y señalar. Ellos comenzaron a organizar sus «paseos» reivindicando la «Sanidad pública», sin darse que cuenta que nosotros también estamos a favor de ella. Se nos señala por ejercer el libre de derecho de mostrarnos en desacuerdo con sus propias «armas»: caceroleando.

Nosotros somos diferentes: no llevamos banderas preconstitucionales -recordemos que la llamada enseña «republicana» es anterior a la Constitución de 1978-, no proferimos insultos a la Policía Nacional o Guardia Civil -ya que admiramos su dedicación y servicio-, no rompemos mobiliario urbano ni manchamos la calle con pintura, y no nos importa que otros ejerzan el libre ejercicio de mostrarse de acuerdo con el gobierno.

Simplemente ejercemos el derecho a ser pacíficos: no somos más ni queremos ser menos.