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Éxodo y entropía

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En la mirada a las mascarillas como signo, desde la relación entre máscara e ideología, me llegó la indignación de la articulista con los ciudadanos que se lanzaron a la calle sin mascarillas, puesta de babero, o en la cabeza; sobre todo esta última, porque yo también había visto un señor, que en el desarrollo de su actividad llevaba la mascarilla en la cabeza, pero me resultó creativo.

Ahora incluso me parece la colocación más inteligente; porque el virus más peligroso y contagioso del momento afecta a la cabeza, a la inteligencia, y este no se desactiva con las altas temperaturas, si acaso se acentúa. La inteligencia necesita signos. La instrumental, desde los signos numéricos, ha derivado de la exactitud a la probabilidad gestionada por algoritmos, su creencia se reduce al cisne negro. La creyente necesita significado, verdad, signos que dan sentido a la realidad.

Asistimos a una profunda crisis de ambas; test que fallan, falsos negativos, desconocimiento del grado de inmunidad, miedo obsesivo al contagio. Sorprende también que un dato clave como el origen del virus no forme parte del discurso oficial. La inmanencia del conocimiento se ve como desconcierto; y ante el núcleo del problema, la inmunización, se acerca al caos.

Una primera mirada a este signo encuentra una cultura y una sociedad que no confían en la vida; porque es la vida la que vence la enfermedad; las vacunas, en el mejor de los casos, ayudan, pero no sustituyen. La carrera por una nueva vacuna es más economicismo que altruismo. El proceso de “reconstrucción” pasa por una reconstrucción del proceso; de las decisiones, de las omisiones; sobre todo, en la situación de inmunidad de los vacunados, de gripe y neumonía, que son precisamente los de más edad; medicación experimental y consecuencias ... Encontré una justificación ética desde el “consecuencialismo” frente a los “principios”; pero incluso esta actitud debe al menos analizar las consecuencias.

Aunque las iglesias han estado cerradas, es signo también, el tiempo de resurrección, que ahora termina, aporta una clave esencial para la inteligencia creyente. El veinticinco de abril, fiesta de San Marcos, nos ofrecía un evangelio revelador como clave de lectura para entender la vida: Ascensión. En el texto leemos que al elevarse Jesús resucitado al Padre expresa algo muy coherente con la Vida que ha vencido a la muerte:

«ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación...

... A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».

Los signos que acompañan a la confianza en la Vida que vence a la muerte son: desenmascarar el imperio de la mentira; hablar lenguas nuevas, que habla de la universalidad de la verdad; inmunidad frente a las serpientes y al veneno y curaciones. Universalidad coherente con vencer a la muerte; una Vida que es ascenso, crecimiento, éxodo, y que vence a la entropía universal: gravedad, descenso, enfriamiento. La alternativa se puede inspirar en el fatalismo ateniense, que “deja para otro día” hablar de resurrección con Pablo: lo instrumental puro se asoma a la fatalidad.

La ingeniería social, más allá de la política, tiene mucho que ver con lo instrumental, yo diría incluso que lo define: “La razón es revelación para el yo”. Para superar el desafío de este virus es imprescindible la vida; la mejor vacuna es la confianza del “hombre común”, personas, en que vencer a la muerte es el sentido de la vida. Vencer la enfermedad resulta absurdo si al final el hombre es un “ser para la muerte”.

Lo instrumental aplicado a lo social es forma creyente, no puede eludir el concepto de revelación, aunque lo escriba con minúscula; es religión antropocéntrica: culto al poder, o adoras una actitud “abierta”, necesariamente economicista, o se te ayuda a que lo hagas. Conviene proponer otra definición, de historicismo: es convertirse en instrumento de la entropía universal. Apropiarse del proceso humano conduce a la esclavitud del tiempo, porque las inmanencias de los historicismos enmascaran el miedo a un desenlace de la historia. La declaración de un proceso “abierto” es igual de inmanente y es signo del mismo miedo. Al final el imperio de lo abierto es un gran confinamiento, contra la verdadera apertura del crecer, del salir, del éxodo.