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Dimisión

Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno.

Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno. Efe

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Era evidente. Había datos suficientes para sospechar lo peor. Pero nos faltaban las pruebas. Ahora que conocemos el informe de la Guardia Civil que se ha llevado por delante a Pérez de los Cobos, ya no hay dudas de que nuestras autoridades mantuvieron la concentración del 8-M y alentaron la participación en ella, a sabiendas de que el coronavirus era un riesgo de consecuencias imprevisibles.

El relato de los “capitanes a posteriori” ha pasado a mejor vida. Nuestros capitanes de verdad, aquellos a quienes pagamos sueldos vitalicios para que gestionen la cosa pública, sabían lo suficiente, días antes de la concentración feminista. Decidieron tirar los dados y apostar a que no pasaría nada. Desaprovechar una fecha como esa y un evento que tantos réditos prometía a los dos socios de gobierno, hubo de parecerles una insensatez. Al fin y al cabo, la política es para los audaces. Se la jugaron y perdieron. Aunque, en realidad, fueron otros quienes pusieron su vida en la balanza sin saberlo. Y se cuentan por miles.

No hay otra salida a tal despropósito que el paso a mejor vida (figurada y no tan dramática como las de sus víctimas) de todo el elenco de actores han manejado los hilos de este teatrillo durante casi tres meses. Empezando por el epidemiólogo que, probablemente contra sus convicciones, puso cara a este despropósito. Siguiendo por un ministro del Interior que nos ha inundado de vergüenza ajena con las reacciones tan pueriles que cuesta creer que sea aquel de otro tiempo (qué pena que la política haya calcinado de ese modo inmisericorde la vida pública de quien antaño fuera un referente de la dignidad democrática). Y terminado por quienes, hace ahora 70 días, iniciaron una veloz huida hacia delante, a lo Thelma y Louise, que amenaza con borrar una vez más nuestra convivencia democrática.

Habrá quien piense que otro partido lo hubiera hecho igual o peor. Es posible. Habrá quien piense que a la oposición le importa más hacer caer a su adversario que la salud de los ciudadanos. Puede que así sea. Pero la vitalidad democrática se asienta sobre la certeza de que si quien nos gobierna juega a los dados con nuestro bienestar y se equivoca, tiene que dejar paso al siguiente. Lo contrario envenena nuestro futuro y, como en aquella road movie de Ridley Scott, solo puede terminar en el abismo. Pero, en este caso, con todos nosotros amarrados a su cintura.