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El fascismo de las mil caras

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Una palabra se vuelve totémica cuando su uso trasciende demasiado sus propias fronteras y se utiliza como forma de invocación casi mágica de todo aquello que se considera relativo a una circunstancia particular (en el caso que nos ocupa, todo aquello censurable). A falta de un vocabulario rico y detallado, de una entereza que analice los hechos, o de interés en describir correctamente la situación, se recurre a una imagen comunitaria, creada por la consciencia colectiva, que resguarda la expresividad necesaria para hacer impropia la utilización de más argumentos.

Ortega Smith, tras los sucesos acaecidos el día contra la violencia hacia la mujer, fue llamado "fascista" por parte de periodistas y opinadores. A su vez, sus defensores llamaban "fascistas" a los detractores del político de Vox. ¿Es, pues, esta palabra un simple comodín, o tiene aún significado?

Umberto Eco, en su conferencia El Fascismo Eterno, señalaba que las posibilidades de que los sistemas totalitarios del siglo XX vuelvan a triunfar de la manera en la que lo hicieron originalmente no se revelaban significativas. Asimismo, sembraba la idea de que el fascismo en Italia dejaba margen para el crecimiento de una disidencia controlada. Esto es, en su rigidez había cierto grado de permisividad. Esta idea ha trascendido a otras disciplinas y corrientes de pensamiento, y ha sido adaptada a teorías divergentes. Al escritor y semiótico italiano no le preocupaba que se repitiese la historia, sino que no se supiera interpretar aquellos signos que portaban los movimientos totalitarios. El fascismo es imagen, y puede ser de rostro mudable e intercambiable. Según Eco, el concepto conglomeraba un amplio crisol de regímenes que, no siendo complemente iguales los unos a los otros, se encontraban en sendas comunes en lo tocante a prioridades ideológicas. Por ello, la palabra “fascista”, protagonista incorregible de la mayoría de insultos propinados en las discusiones políticas actuales, no tiene por qué relacionarse únicamente con Mussolini y sus Camicie Nere, o con sus correligionarios históricos, sino que es amplia y voluble.

En otro orden de cosas, quien controla la expresión controla la realidad. En la novela 1984, George Orwell indagaba sobre la “belleza” de la destrucción de las palabras y sobre la sustitución y la pátina que puede recubrir a las mismas. El lenguaje conforma y moldea la realidad, y una utilización efectiva de los medios lingüísticos es de vital relevancia para el éxito de una empresa política o de una vertiente ideológica. En el caso que tratamos, nos topamos con una circunstancia reseñable: los “fascistas” son seres cambiantes y posmodernos, indeterminados, adaptables a las características de un discurso o a la finalidad de un objetivo específico. No existe forma demostrable de acotar el término, manifestándose este como el elocuente mártir utilizado para descatalogar y descalificar el planteamiento del contrario.

Un argumento de frecuente uso en las RRSS y en el mundo cotidiano es la idea de que la intolerancia con respecto a los intolerantes es aceptable. Esta tesis parte de un principio filosófico válido que, por paradójico que pueda resultar, muestra un gran sentido. Para cultivar una sociedad tolerante hay que generar anticuerpos de intolerancia contra aquellas enfermedades políticas e ideológicas que promueven activa y voluntariamente la violencia. Mas esto, en virtud de la lícita prohibición de las fuerzas intolerantes según este principio (conocido como la Paradoja de la Tolerancia, del filósofo Karl Popper), se ha convertido en arma arrojadiza que utilizan sectores políticos y sociales para ostentar el poder de conferir a un contrincante ideológico la categoría de “intolerante”, que viene usualmente acompañada de un sonoro "fascista".

Se emplea la palabra “fascista” para nimiedades, para pequeñas discrepancias, para motivos concretos que, en ocasiones, se distancian diametralmente de las propuestas originales de los movimientos filofascistas. Las dictaduras del futuro (o, si se quiere, las del presente) dudosamente expondrán los mismos rasgos que las pasadas, pero los fantasmas de los totalitarismos pretéritos visitarán, en forma de espectro, a los Scrooge de turno que pueden, osadamente, llegar a decir: “no lo conozco, pero es usted un fascista”.

Como señalaba Eco, el fascismo entraña un cierto grado de mutabilidad, mas la laxitud alcanzada en los tiempos que corren es tan amplia y tan elástica que la palabra se ha visto despojada de su esencia. Es el cometido, el postrer fin de la destrucción de las palabras, la estética del aplauso que precede la pérdida de vocabulario, la voluntad fantasmagórica de no indagar en la psique del contrario para entender sus postulados.

Se desvela como algo sin duda curioso el que, en gran parte, sean los autodenominados antifascistas los que le den la razón a Orwell y los que exhiban, impúdicamente, la voluntad (que satisfaría a Mussolini) de repoblar el mundo de nuevos fascistas.