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La sentencia Marchena

El magistrado Manuel Marchena.

El magistrado Manuel Marchena.

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Más allá de la condena a los políticos independentistas, la reciente sentencia condenatoria del Supremo es una de esas resoluciones que pasará a la invertebrada historia política y jurídica de este país. A mi juicio, habrá un antes y un después, pero un después más vertebrador. Porque esta sentencia, que, se quiera o no, anidará en el relato de la historia de España para recomponerlo tras las inercias destructivas que nos son propias, está llamada a sentar una jurisprudencia atípica capaz de influir en la acción política y por supuesto en el modo de convivencia de los españoles del siglo XXI.

Más allá de esta resolución, la función jurisdiccional ha puesto una linde que ningún actor político podrá ya sobrepasar sin consecuencias. Quiero decir, que los magistrados, consciente o inconscientemente, han delimitado el marco de la acción política. No solo porque se haya podido acabar con el cierre de la definición técnica de los tipos penales en conflicto –desde luego hay muchas diferencias entre la rebelión decimonónica del 23F y la transversalmente dirigida por los líderes sociales y políticos de la Cataluña moderna–, sino porque la resolución condena al ostracismo la falsa legitimación que se han atribuido los políticos independentistas, ello al socaire de conceptos que, ahora, pasan al acerbo jurídico para, en sentido negativo al invocado por los condenados, entenderlos fuera de la legitimación de la política.

No hay un derecho a decidir excluyente que irradie de la decisión territorial a los ciudadanos españoles que no viven en una determinada comunidad autónoma, no hay un derecho encarnado en la soberanía de más pueblo que aquel que ha constituido un Estado dentro del que cualquier diferencia, incluso la independentista, encuentra representación política, tiene posibilidad además de alcanzar el poder de las instituciones, y participa del juego democrático. Es absolutamente contradictorio que una rebelión se justifique desde dentro por aquellos que pueden ser elegidos y que, de hecho, gobiernan las instituciones.

Con el derecho internacional en la mano, no hay causa de justificación que valga, por mucho que, en el seno del procedimiento penal, se haya sobrepasado el argumentario jurídico permitido como posible mediante la introducción de alegatos de defensa reproductores del debate político, los cuales han pretendido imponerse a la interpretación jurídica de la ley penal. Los acusados han querido romper el imperio de la ley a través de la imposición arbitraria de su ideología presentándola como superior a la literatura y a la ciencia jurídica.

Los actores políticos, sin embargo, no son actores procesales. Dentro de la sentencia, el ponente reflexiona en voz alta un aparte muy interesante, diciendo que, manteniendo el respeto a la institución de la acusación popular, debería plantearse si es buena la permisividad a que esta interesante acusación sea ejercida por los partidos políticos. Es verdad que los actores políticos invaden la vida nacional desde hace décadas, y esa inercia prepotente, producida porque detentan el control de la sociedad civil y también del Consejo General del Poder Judicial, se planta ante los tribunales imponiendo el argumentario político al propio del mundo jurisdiccional, queriéndolo, además, superior al discurso jurídico. Esto, que no deja de ser una chulería, además ineficaz desde la perspectiva de la defensa, es impropio y perjudica la administración de justicia.

Lo curioso es que la sentencia deslinda uno y otro debate como también deslinda la función política de la jurisdiccional. Si alguna tenía que prevalecer no era otra que la función jurisdiccional, último y definitivo control de los demás poderes del Estado. Los actores políticos venían al tribunal como los chulos de verbena con petardos, pero han salido justamente condenados.

A partir de ahora, el voluntarismo de verbena –llamémosle así– queda no ya desterrado del escenario procesal, que lógicamente también, sino de la propia acción política. Tirar petardos a la gente que convive en democracia tendrá consecuencias porque, en función del tamaño de los petardos, los hechos podrán incardinarse penalmente en la rebelión, en la sedición, o en la desobediencia. A nivel abstracto esto ya pasaba en el plano teórico jurídico, pero como quiera que los delitos de rebelión y sedición no son moneda de cambio, es decir, no se dan frecuentemente, resulta que, desde que los actores políticos condenados han pasado a contribuir a la mejor delimitación legal de los tipos, esa es su paradoja, se han cerrado las puertas a todos los que quieran bailar molestando a los demás. Ha pasado, esta es la importancia de la sentencia, lo inverso a lo que se pretendía. Los políticos tendrán que adaptar su lenguaje y sus modos al lenguaje de la ley, deberán someterse a un idioma al que no estaban acostumbrados. Marchena, una gran escritor jurídico, les ha dado la primera lección. Esperemos que sea la última.