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La surrealista exhumación de Franco

La familia Franco porta el féretro de Francisco Franco en El Valle de los Caídos.

La familia Franco porta el féretro de Francisco Franco en El Valle de los Caídos.

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Todo el proceso que ha culminado en los actos oficiales de exhumación del cadáver de Franco tiene una aire excesivo que raya en lo surrealista desde sus inicios hasta el final acontecido en estos días pasados. Para verlo hay que remontarse al intento del famoso juez Garzón de juzgar a un Franco ya muerto por los crímenes cometidos durante su jefatura. Garzón fue atacado entonces por una especie de “síndrome de Jesucristo”, como lo denominó el filósofo Gustavo Bueno, al tratar de juzgar no solo a los dictadores vivos, como Pinochet, sino también a los muertos, como Franco, en una especie de Juicio Final surrealista, en este caso, porque Garzón no tenía precisamente los poderes que se atribuyen a Jesucristo.

Pero al querer hacerlo, el juez Garzón se saltaba alegremente la Ley de Amnistía Política aprobada por las Cortes democráticas al inicio de la Transición por la que, en aras de la Reconciliación de los españoles, se perdonaban tanto los crímenes de los franquistas como los de los terroristas etarras. Un juez no puede legislar por su cuenta, sino que debe limitarse a aplicar la Ley derivada del órgano político legislador correspondiente, como eran las Cortes. Por eso incurrió en un delito que bastaría para expulsarlo de la carrera judicial, como así se hizo, aunque por otro motivo también grave.

Fue el Presidente Zapatero el que consiguió aprobar la denominada Ley de la Memoria Histórica, siendo mantenida por vergonzosamente el presidente Rajoy y complementada para su aplicación con un reciente Decreto promulgado por Pedro Sánchez, con la que se inicia legalmente la posibilidad de iniciar un juicio histórico que de satisfacción a las víctimas de la represión franquista, para proceder a la exhumación de sus cadáveres que aún permanecen en cunetas o fosas comunes.

Dicha Ley también prevé penas hasta de cárcel para aquellos que incurran en apología del Régimen franquista o defensa de sus ideas, lo cual la convierte en una Ley impropia de una Democracia liberal en la que se defienda la libertad de opinión.

Amparándose en dicha Ley, que la oposición política empieza tímidamente a criticar, el Tribunal Supremo ha ordenado en sentencia, tras oponerse la propia familia del dictador, la exhumación del cadáver para trasladarlo, sin atender las peticiones de la familia, de la cripta de la Cruz de los Caídos al cementerio de Mingorrubio. Ello constituye ya de por sí una degradación del honor concedido al ilustre finado por su sucesor a título de Rey en la Jefatura del Estado, el emérito rey Juan Carlos, junto con una surrealista declaración de victoria final frente al dictador proclamada por la actual Ministra de Justicia, que presidió el acto oficial de exhumación. Victoria surrealista en tanto que es como “dar lanzada a moro muerto”, que se decía en los tiempos de la Reconquista para mofarse de los que siempre llegan tarde a la batalla, aunque pretenden pavonearse aparentando el ardor fanático y la valentía que no tienen.

Este acto surrealista de juzgar tras la muerte al finado profanando su tumba tampoco es que sea nada nuevo en la larga historia de España. Pues no es más que una versión secularizada del tradicional fanatismo inquisitorial que algunos padecieron ya en pasados y gloriosos tiempos. Luis Buñuel ironizó sobre ello incluyendo en su película La Via Láctea, como un acto surrealista, la ceremonia de desenterrar a un obispo acusado de herejía porque se encontraron tras su muerte unos escritos póstumos que así lo prueban. Los fanáticos inquisidores profanan entonces su tumba y le inflíngen la pena correspondiente, quemando su féretro en una especie de surrealista Auto de Fe.

Parece ser que Buñuel pensaba en el famoso arzobispo de Toledo Fray Bartolomé Carranza, quien actuó como fanático inquisidor en Inglaterra en la época en que Felipe II estaba casado con la reina María de Tudor, llamada la Sanguinaria (bloody Mary) por la represión que ejerció sobre los protestantes que se habían apropiado, en tiempos de su padre Enrique VIII, de los bienes y monasterios de la Iglesia Católica. Parece ser que Carranza ordenó allí desenterrar e hizo quemar los huesos de prelados y otros herejes protestantes en una especie de surrealista Auto de Fe. La ironía es que el fanático Carranza acabó incurso en un largo proceso inquisitorial que se le abrió cuando fue nombrado arzobispo de Toledo, acusado de herejía el mismo que fue fanático martillo de herejes.

Desde luego, la mayoría de los españoles e incluso de aquellos tan denostado Inquisidores de la Iglesia, no eran ni son tan fanáticos como Carranza, Garzón o Pedro Sánchez. Pues el carácter del español más sobresaliente, como el Cid Campeador, no tuvo nada de fanático, sino que brilló precisamente por la mesura en sus juicios y el acierto en sus ya míticas hazañas luchadoras. Esperemos que los españoles, con su voto, acaben poniendo fin a esta política tan sectaria y surrealista que se nos está cayendo encima.