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Volver a creer

Familiares de Julen ante las puertas del tanatorio.

Familiares de Julen ante las puertas del tanatorio. EFE

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En el plano individual sucede a menudo. Es cuando nos enfrentamos a una situación límite cuando damos lo mejor de nosotros mismos o nos replegamos. También como sociedad, hay episodios que calibran nuestra salud colectiva. Ocurrió hace veinte años con el asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de una banda terrorista enajenada y ha vuelto a suceder, bajo un contexto muy diferente, con el accidente del niño Julen. 

Es cierto que hay muertes de inocentes evitables cada día en nuestro planeta. Menos que nunca, pero demasiadas. Pero no en todos los casos acertamos a vivirlas como propias. ¿Hipocresía? ¿Manipulación mediática? Sería más justo decir que, en tiempos de globalización, la empatía tiene límites razonables sin los cuales nuestro cerebro saltaría en mil pedazos. Pero más allá de los diseñadores de parrillas de televisión y de los malditos algoritmos que compiten al parecer con nuestro libre albedrío, hay sucesos que tocan el fondo de nuestro inconsciente colectivo.

No es exagerado decir que, durante 12 días, la ciudadanía española ha vivido en vilo. Seguir con nuestras vidas cuando un pequeño de dos años estaba atrapado a 70 metros de profundidad era como caminar silbando despreocupados a orillas del abismo. Ha sido tanto el dolor y tanta la empatía generada por unos padres jóvenes que se enfrentaban por segunda vez al absurdo más letal al que puede asomarse un ser humano, que en secreto esperábamos que algo nunca vista ocurriera, aun cuando éramos plenamente conscientes de que no es posible sobrevivir muchas horas a un accidente tan brutal.

El desenlace no podía ser otro. Sin embargo, pocas personas pudieron dormir a pierna suelta la madrugada del 26 de enero. Algunos se quedaron pegados al televisor o la radio; otros se despertaron a media noche y encendieron su teléfono con la ilusión pueril de un milagro. Los mismos mineros rescatadores, vacunados contra todo exceso sentimental, ascendían el túnel desolados con el niño en brazos como si el final no estuviera escrito de antemano. 

¿Cómo es posible que aún albergáramos un hilo de esperanza? No creo que la razón única esté en la realidad paralela construida por el negocio de los medios de comunicación. Ni en nuestra irrefrenable adicción al morbo, mejor si viene envasado en seriales. Todo eso es cierto, pero quizás no es todo. 

Quizá haya que buscar también en nuestros constructos éticos. Porque ante la irracionalidad de un acontecimiento tan dramático que nos recuerda que la vida es a veces una pesadilla atroz, la única reacción que cabe en un ser humano es apostar, aun irracionalmente, por la confianza en nosotros mismos y el acompañamiento solidario. En ese envite se advierte la altura moral a la que ha llegado una civilización y se juega nuestro destino como seres humanos.

Lo decisivo aquí no es la realidad. ¿De verdad a alguien le parece sensato hablar de un niño muerto cuando sus atribulados padres se han atrincherado tras la más sobrenatural pero comprensible esperanza? Lo decisivo no es comprobar si todo se acaba con la muerte, asunto importantísimo, pero definitivamente esquivo. Lo realmente relevante es el valor que le otorgamos a esta vida y el sacrificio que estamos dispuestos a hacer para defenderla aun en las condiciones más inverosímiles. Y estas, es cierto, lo eran mucho.

El impresionante despliegue de profesionales y voluntarios visto estos días en Totalán, el desconsuelo sincero que anidaba entre nosotros y el respeto digno de un país representada en unos mineros asturianos con perfil de héroes da cuenta de una sociedad que es mucho mejor de lo que a veces creemos. Una comunidad humana no está haciendo otra cosa que apelar a su mejor perfil ético cuando deposita su dignidad en el aliento frágil de un niño y no duda en volcar todos los recursos a su alcance para estar al lado de sus padres.

Hace poco más de 80 años, algunos de nuestros abuelos tuvieron una muerte parecida a la de Julen en nuestra peor Guerra Civil. Arrojados vivos a pozos o fusilados en cunetas, su crimen no era otro que su militancia política. Pocas generaciones después, el país que engendró tal desatino ha estado unido en torno a un niño de dos años y a su familia sufriente, evitando que sufrieran en soledad la tragedia. Es posible que la historia retroceda. No sería la primera vez. Pero creo que es, no solo justo sino imprescindible, valorar que la sociedad en la que Julen ha desaparecido es mucho mejor que aquella en la que vivieron nuestros abuelos. Algo habremos hecho bien.

La marea de amor que ha provocado en España este niño malagueño no ha podido salvar su vida. Lo sabíamos. Quizás no sirva al dolor insondable que sus padres experimentan ante su trágica muerte, aunque tampoco hay razón de peso para despreciar el valor del consuelo y la piedad. Pero a nosotros, nos permite volver a creer que el ser humano, capaz de lo más ruin y de lo más sublime, tiene un futuro por delante que merece la pena ser recorrido.