De la política de corral

Santiago Abascal y Morante de la Puebla, durante la grabación del vídeo. E.E

La dinámica política española mantiene una deriva en la que la tensión que provocan los partidos populistas, únicamente contenida por los decepcionantes partidos clásicos, nos saca del tiempo inicial de la transición, en el que la política convergía dentro de un espacio político moderado –lo que vino en llamarse el centro político–, para ubicarnos ahora en una anacrónica recuperación de la radicalización en la que el español a veces apetece vivir.

Somos un pueblo de pasiones sin continencia y en nuestra historia se mezcla lo moderno con lo pasado, el progreso con el polvo viejo y, bebiendo de ese cóctel, corremos el riesgo de borracheras demasiado peligrosas –tres guerras civiles en siglo y medio no las han tenido todos los pueblos–. A esa pasión nuestra, que permanecía soterrada, le ha animado el enrarecido ambiente en que se halla el mundo occidental desarrollado.

Votar a Podemos o a Vox implica una apuesta no por una política concreta, o por un ideario o una determinada acción política, sino por una manera relacional con el otro, con el que nos es diferente, maneras que se apuntan inmoderadas, radicales, apetecidas por el empacharse del dogma. En definitiva, por un regreso a la vocación de imponer verdades de barrio o de patio de manzana que nada tendrían que ver con lo que se espera de la Europa salida de la Ilustración. 

Si la aparición fogosa de Podemos, en su día, tuvo que ser contenida por una población electoral sensata que no deseaba polarizar tanto la vida pública ni irradiarla de la calle al parlamento, como tampoco ubicarla en el horizonte de promesas de imposible desarrollo, si los votantes detuvieron entonces ese apetito de romper barajas por las buenas, ahora, esa misma masa de gente que decide con su voto el destino de la nación, debe contener la apetencia de un nuevo y recién salido populismo de derechas cuyos dirigentes brindan con poemas de los tercios de Flandes para recuperar lo que ellos entienden ser el verdadero y suyo sentido patrio –probablemente no se percatan que la evolución de Europa tiende a la disolución del nacionalismo totalizador– o que proponen, así por las buenas, el desentenderse de la política penal de protección contra la violencia de género, o, también, sentar de soslayo una ideología marginadora de colectivos homosexuales cuya presencia al parecer molesta. En toda molestia por colectivos en minoría, se esconde siempre la voluntad de imponer una homogénea conducta humana, esto es, la delimitación entre lo que ha de ser o no ser aceptado.

Si el populismo de Podemos parecía traer lo trasnochado de la uniformidad de lo colectivo, los populismos de derechas dan la impresión tenebrosa de traer la uniformidad del ser individual y serlo, además, de una determinada manera donde la predominancia de ensalzar lo nacional, quizás también lo religioso y su ética, subyacente aún en determinados grupos sociales del país, se conjugan con la afirmación de lo heterosexual frente a lo homosexual, quizás también de lo masculino sobre lo femenino, o quizás del ser de derechas, y de derechas más radical, frente al ser de derechas moderado y no digamos ya frente al ser de izquierdas, al que, con tono jocoso, pero despectivo, se sigue llamando rojo.

Populismos que vienen, unos con la creación de lo colectivo homogéneo para que todos nos adaptemos a un Estado de partido e ideológico totalmente incompatible con el Estado social liberal de nuevo cuño, o populismos, otros, que quieren adaptar el Estado al modelo de un ser ciudadano cuyo estar nos ha preocupado mucho en nuestra historia reciente cuando, al final, se ha hecho con el poder omnímodo. Dos populismos que conducen al mismo resultado por distintos caminos radicales cuya raíz, valga redundar, solo se sustenta en la intolerancia a lo diferente.

Tal irrupción de lo radical en la política del país no trae sino explicación sociológica, que no justificación, en la deriva política de los partidos herederos de la transición, los cuales han dilapidado su credibilidad política tras la vertebración interesada de un Estado de partidos alimentados con dirigentes apetentes de poder, dinero, narcisismo, o cualquier otra motivación distinta al servicio público y al interés general del Estado. Egoísmo e imposición arbitraria del poder del partido en la sociedad civil, cuando lo que se necesitaba era moderación y verdadero sentido del tiempo histórico de un país apetecido de servirse de la política para dar protagonismo y creatividad a la sociedad, en cuyo seno radica el secreto y el impulso de toda suerte de riqueza y progreso.

No ha sido así y los partidos populistas, con proyectos anacrónicos superados por la historia, reclaman la legitimación para solucionar los complejos problemas de una sociedad desarrollada. Frente a esta situación, nuestra obligación como ciudadanos, es exigir una acción que nos dote de mayor vertebración democrática capaz de controlar la política de corral.