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Libertad individual frente a planificación estatal

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Durante la primera mitad del siglo XVIII España sufre un proceso de modernización ejemplar. Con el apoyo del marqués de Esquilache, Carlos III pavimenta las calles de Madrid, hace redes de alcantarillado, servicios de limpieza, hospitales, bibliotecas, museos… e incluso inspira uno de los mejores brandis que hoy en día se pueden degustar. El monarca moderniza la capital, y la Historia se lo reconoce otorgándole el título de “El mejor alcalde de Madrid”. Durante aquellos años, la población española no estaba preparada para tanto cambio, y el propio monarca (o su ministro Esquilache, ahí hay disputa) acuñaría una de las frases que a mi juicio mejor definen el despotismo ilustrado: “Estos vasallos son como los niños: lloran si se les lava la cara”.

Hoy, 300 años después, esos niños han crecido, han estudiado en el colegio, y muchos de ellos también en la Universidad. Han leído a Cervantes, a Lope, a Quevedo… pero también a Shakespeare, Dante, Dumas y Tolstói. Han salido de España, han visitado los museos que el monarca construyó y algunos otros en el extranjero. Hoy en día aquellos niños, no necesitan (o no debieran necesitar) a nadie que les limpie la cara, porque lo saben hacer ellos solos. Se han convertido en hombres; aunque es verdad, que en hombres ciertamente confusos. Hombres que claman libertad, pero que a su vez piden que absolutamente todo sea legislado. Y es que no hay nada más contrario a la libertad, que el continuo escrutinio de los órganos de poder sobre los ciudadanos.

Desgraciadamente, clamamos a gritos por una sociedad así. Hoy las libertades individuales de las personas, cada vez están más comprometidas en defensa de unas supuestas libertades colectivas de tal o cual comunidad. Cuando dos personas en el libre y pleno uso de sus facultades mentales llegan a un acuerdo, sea del tipo que sea, en el que ningún tercero sale perjudicado (y esto es lo más importante). Ni usted, ni yo, ni el gobierno, ni Jorge Bergoglio, somos nadie para deslegitimar moralmente este acuerdo. Cuando no hay un tercero perjudicado (repito) la moral de cada cual, es mejor aplicarla de la piel para adentro. Cuando dos personas en las condiciones indicadas llegan a un acuerdo, el Estado… sobra.

Porque cuando el Estado legisla sobre la moral de los ciudadanos, corremos el riesgo de perder esa libertad individual de cada cual, dejando la puerta abierta a la opresión institucional. Se me ocurren unos cuantos ejemplos, muy aplaudidos en algunas ocasiones, de situaciones en las que dicha opresión se manifiesta hoy en día. Situaciones en las que papá Estado entra en nuestras casas, para decirnos lo que es correcto y lo que no. La disyuntiva es clara, y sigue peligrosamente viva tras la caída del muro: libertad individual, frente a control y planificación estatal.

Los españoles del 2018 hemos crecido, hemos madurado, hemos estudiado, leído, viajado. Nos hemos convertido en personas preparadas para la toma de decisiones. Sin embargo nuestros gobernantes, como la madre superprotectora con su hijo ya adulto, siguen empeñados en lavarnos la cara. La única diferencia con Carlos III, es que en este caso somos nosotros los que se lo pedimos. Somos nosotros los que queremos que a todos se nos lave de un modo legalmente regulado. Usando las mismas proporciones, de agua y de jabón.