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Francisco apuesta por una "ecología humana"

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En el cuso de la XXIV Asamblea General de la Pontificia Academia para la Vida celebrada en el Vaticano a finales de junio, el Papa ha usado el término “ecología humana” para describir la “sabiduría que debe inspirar nuestra actitud”, llamada a considerar la calidad ética y espiritual de la vida en todas sus fases.


“Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana” ha descrito el Santo Padre.

Hay una vida humana concebida, una vida en gestación, una vida salida a la luz, una vida niña, una vida adolescente, una vida adulta, una vida envejecida y consumada – y existe la vida eterna. Hay una vida que es familia y comunidad, una vida que es invocación y esperanza. Como también existe la vida humana frágil y enferma, la vida herida, ofendida, envilecida, marginada, descartada. Siempre es vida humana. Es la vida de las personas humanas, que habitan en la tierra creada por Dios y comparten la casa común de todas las criaturas vivientes.


Ciertamente en los laboratorios de biología se estudia la vida con las herramientas que
permiten explorar sus aspectos físicos, químicos y mecánicos. Un estudio importante e
imprescindible, pero que debe integrarse con una perspectiva más amplia y más profunda, que pide atención a la vida propiamente humana, que irrumpe en la escena mundial con el prodigio de la palabra y del pensamiento, de los afectos y del espíritu ¿Qué reconocimiento recibe hoy la sabiduría humana de la vida en las ciencias de la naturaleza? ¿Y qué cultura política inspira la promoción y protección de la vida humana real? La obra “hermosa” de la vida es la generación de una nueva persona, la educación de sus cualidades espirituales y creativas, la iniciación en el amor de la familia y la comunidad, el cuidado de su vulnerabilidad y sus heridas; así como la iniciación en la vida de los hijos de Dios, en Jesucristo.

Cuando entregamos a los niños a las privaciones, los pobres al hambre, los perseguidos a la guerra, los ancianos al abandono, ¿no hacemos nosotros mismos, en cambio, el trabajo “sucio” de la muerte? ¿De dónde viene el trabajo sucio de la muerte? Viene del pecado. El mal intenta persuadirnos de que la muerte es el fin de todo, de que hemos venido al mundo por casualidad y que estamos destinados a terminar en la nada. Excluyendo al otro de nuestro horizonte, la vida se repliega sobre sí misma y se convierte en un bien de consumo.

Narciso, el personaje de la mitología antigua, que se ama a sí mismo e ignora el bien de los demás, es ingenuo y ni siquiera se da cuenta. Mientras tanto, sin embargo, propaga un virus espiritual muy contagioso, que nos condena a ser hombres-espejo y mujeres-espejo, que sólo ven a sí mismos y nada más. Es como volverse ciego a la vida y su dinámica, en cuanto don recibido de otros y que pide ser colocado de manera responsable en circulación para otros.

Por último, la cultura de la vida debe dirigir con más seriedad la mirada a la “cuestión seria” de su destino final. Se trata de resaltar con mayor claridad qué es lo que dirige la existencia del hombre hacia un horizonte que lo supera: cada persona está llamada gratuitamente “como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad”. Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio.

Necesitamos interrogarnos más profundamente sobre el destino final de la vida, capaz de restaurar dignidad y significado al misterio de sus afectos más profundos y sagrados. La vida del hombre, hermosa de maravillar y frágil de morir, va más allá de sí misma: somos infinitamente más de lo que podemos hacer por nosotros mismos. Pero la vida del hombre también es increíblemente tenaz, ciertamente por una gracia misteriosa que viene de lo alto, en la audacia de su invocación de una justicia y una victoria definitiva del amor.

Y es incluso capaz -esperanza contra toda esperanza- de sacrificarse por ello hasta el final. Reconocer y apreciar esta fidelidad y dedicación a la vida suscita en nosotros gratitud y responsabilidad, y nos alienta a ofrecer generosamente nuestro saber y nuestra experiencia a toda la comunidad humana. La sabiduría cristiana debe reabrir con pasión y audacia el pensamiento del destino del género humano a la vida de Dios, que ha prometido abrir al amor de la vida, más allá de la muerte, el horizonte infinito de cuerpos amorosos de luz, ya sin lágrimas. Y sorprenderlos eternamente con el encanto siempre nuevo de todas las cosas “visibles e invisibles” que están escondidas en el seno del Creador.