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Mayo del 68 cumple medio siglo con salud frágil

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En estos tiempos de relativismo vacuo, parece que el materialismo, corriente filosófica dominante desde los albores de la Revolución Industrial, comienza a perder su hegemonía en pos de una reacción contrarrevolucionaria en la dialéctica y las formas: el sentido común parece por fin abrirse paso entre la negritud de la necedad simplona imperante.

Es un clamor la revalorización de principios que parecían ya oxidados: el apego a la familia, la reafirmación del valor del esfuerzo para alcanzar el éxito, la recuperación de una relación fructuosa y espiritual con la naturaleza, honrando sus leyes y huyendo de la maquinaria destructiva del constructivismo, la necesidad de abrirse al mundo y alejarse de ruralismos paletos, la reivindicación de la desaparición de cualquier tipo de discriminación, sea o no “positiva”, el alejamiento de la adulación religiosa a falsos ídolos y el desencanto con promesas de futuribles utópicos siempre abocados al fracaso; en resumen, parece resurgir la imperiosa necesidad de pensar libremente frente a la ortodoxia asfixiante de este presente débil, apático y sin grandes fines dignos de encomio.

Imprescindible no recordar la efeméride por antonomasia de este mes: Mayo del 68, la multitudinaria protesta contra los tejemanejes plutocráticos del statu quo, que no hizo más que consolidar la primacía del materialismo, ya presente en la mentalidad occidental desde que la Revolución Francesa quebró los paradigmas tradicionales; Mayo del 68 implantó definitivamente el materialismo como doctrina única, negadora de los aportes de la civilización occidental a la humanidad: la razón, la espiritualidad del mundo clásico, la trascendencia inigualable del cristianismo y su concepción realista, y a la vez redentora, del mundo; todo ello, por sus cualidades morales y prácticas, nunca en litigio, propulsor de un arrollador progreso en las artes, las letras, la ciencia, y germen de la democracia liberal como garante de la libertad y la dignidad humanas.

Mayo del 68, junto a los hippies, canalizó la frustración del pesimismo de Occidente al perder el sentido de sus valores, puestos en entredicho tras la hecatombe del 45. De ello supo sacar provecho Gramsci con sus teorías marxistas de dominio cultural, difundidas con éxito por la Escuela de Frankfurt.

Aquello no fue más que la consecuencia de un modo de pensar atractivo, comprensible pero errado, germinado en los salones de filósofos de prestigio, pero imbuidos de una ingenua idealización del alma humana, tan virtuosa como viciosa; desde que Rousseau despreció al pecado, epicentro del cristianismo, como parte de la esencia del hombre, lo que siguió fue lo que ya conocemos: el terror jacobino, la opresión soviética y sus derivados; entre ellos, la peor de las dictaduras: la dictadura moral y cultural.

Porque el rechazo al statu quo es valeroso frente a las injusticias, pero está claro que hay diferentes fórmulas de protesta: el reconocimiento del ser humano como ser imperfecto, descreyendo utopías irrealizables, es el primer paso para disentir con criterio; el problema es que el materialismo ha enterrado a la razón y se ha servido de los instintos más primarios, que siempre parten de la bondad innata pero terminan fructificando en odio, rencor y opresión. Eso es lo que le ha pasado al materialismo, sustento del marxismo, y que selló su fracaso absoluto como cosmovisión modélica.

El materialismo no ha sembrado más que tragedia; tanto el terror de Robespierre como el de Lenin sucumbieron al triunfo incontestable del liberalismo burgués y la democracia como garantías de la dignidad humana; incluso los fascismos de entreguerras, también azotes de la tradición humanista de Occidente, cayeron por su propio peso. Está claro que la pretensión de dirigir la sociedad desde manos humanas “incorruptas” no es más que una absurda falacia presuntuosa: desde que se quiso confinar a Dios, a la trascendencia, al baúl del olvido, los nuevos mesías del mundo moderno, en nombre del bien común, no han hecho más que perversidades.

Al fracasar estrepitosamente la aplicación puramente económica del marxismo –la URSS y demás satélites comunistas dieron fe de ello– Gramsci dio con la solución, implacable y triunfante: trasladar la lucha de clases al ámbito de la cultura, de la sociedad: la pugna ya no es entre burgueses y obreros, sino entre hombres y mujeres, blancos y negros, cristianos y musulmanes. El victimismo de los nuevos “oprimidos” se ha institucionalizado por decreto frente al “perverso” opresor, hombre, blanco y heterosexual.

Lo que está claro es que el hartazgo de la sociedad de espejismos siniestros es claro y rotundo: el tema catalán, vivo reflejo de un supremacismo digno de Stalin, el constante bombardeo del feminismo histriónico o el poder de las redes sociales, a veces universo frívolo, pero auténticas armas de la verdad cuando afirman su potencial, lo demuestran. Huele a aires de cambio. Pero a un cambio noble. Un retorno a los principios que nos hicieron grandes.