Il nuovo mondo di Francesco

El Papa Francisco saluda a la multitud en Santiago de Chile. Claudio Santana Reuters

El profesor Antonio Spadaro, director de la revista La Civiltà Cattolica, ha agrupado en un libro varios estudios de especialistas en la diplomacia vaticana. Il nuovo mondo di Francesco bien podría contestar a aquella clásica pregunta de Stalin sobre el número de divisiones que tiene el Papa. Quien todo lo mide en categorías de eficacia, no dejará de reconocer la labor pacificadora de la Santa Sede, si bien relegará a la diplomacia vaticana a un papel secundario, de una categoría inferior a los grandes actores de la política internacional.

Sin embargo, de la lectura de este libro se deduce lo contrario: la acción del Papa Francisco no puede encasillarse en categorías clásicas de la diplomacia, y ni mucho menos restringirse a expresiones de buenos sentimientos. Por el contrario, la diplomacia papal es la manifestación del más sano de los realismos: el que lleva a hablar con todas las partes implicadas, sin mostrar preferencia por ninguna, para seguir tendiendo puentes para la paz y la justicia. Es una diplomacia realista que busca sanar heridas sin excluir a nadie.

El papado no va por el mundo en busca de alianzas coyunturales, lo que tiene el efecto de convertir a Francisco en un líder creíble incluso para los no católicos y los no cristianos.

Spadaro llama la atención que en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2018, el Papa haga referencia a la “plenitud de los tiempos. Para la diplomacia de Francisco, la plenitud de los tiempos conlleva tomar la iniciativa con la cultura del encuentro, que no es ni estrategia ni táctica. Es una diplomacia poco “diplomática”.

Il nuovo mondo di Francesco es también un recorrido por distintas áreas geográficas. Su idea de la América Latina se sintetiza en esta frase dirigida a los obispos de México en su viaje a este país en febrero de 2016: “Solo mirando a la Morenita [la Virgen de Guadalupe] se comprende México en toda su integridad”.

Por lo demás, Francisco emplea un símil del escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias y señala que existen dos formas de mirar: con un ojo de carne, con el que vemos, y con un ojo de cristal, con el que soñamos. El primero sirve para mostrar la dureza de la realidad, pero el segundo implica que lo trágico no tiene la última palabra. La percepción del Papa es, por tanto, muy diferente de quienes siguen percibiendo el escenario latinoamericano con los esquemas de la guerra fría. Las dificultades son evidentes: México y América Central salpicados por la violencia y el narcotráfico; Colombia enfrentada a numerosos obstáculos para su proceso de paz; Venezuela envuelta en una atmósfera de guerra civil

Pero el Papa Bergoglio no ha dicho adiós a la esperanza. Cree que la verdadera esperanza cristiana, la que busca un reino de Dios no sujeto a convicciones ideológicas, genera siempre historia.

Respecto a Europa, en el libro no se elude la percepción de que el mensaje del Papa Francisco no es lo suficientemente escuchado en Italia, lo que estaría en relación con las carencias socioeconómicas del país, con la salida masiva de una juventud que está despoblando el sur del territorio, el mismo lugar al que llega la inmigración clandestina. Las propuestas de Francisco de dar acogida a los inmigrantes chocan con una desconfianza de la población autóctona, que se ha traducido en el reciente ascenso electoral de los partidos populistas.

Pese a todo, la postura del pontífice sobre la inmigración responde también a criterios de realismo, pues las propuestas contrarias representan estériles y retóricas ideologías que están en los límites de la utopía. Con todo, el problema de los refugiados es un problema de Europa que, pese a todo, recompensó a Francisco con el Premio Carlomagno en 2016.

Vivimos una Europa muy diferente a la de san Juan Pablo II, otro gran europeísta. Ya no hay muros, pero ahora las realidades son tan fluidas como confusas, los soberanismos adquieren nuevos impulsos y los grandes líderes políticos brillan por su ausencia. En la época actual se ha confirmado que Europa ha dejado de ser el centro del mundo y tampoco es un centro irradiador del cristianismo. En consecuencia, la Iglesia no se construye a partir de Europa sino que pasa a tener una proyección global, con la consiguiente importancia de las periferias, a las que gusta de referirse.