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Cataluña no se arregla con delirios jacobinos

Manifestantes junto al cordón policial de los Mossos.

Manifestantes junto al cordón policial de los Mossos. Reuters

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La sempiterna crisis catalana parece perpetuarse en el tiempo en virtud de su quintaesencia puramente política. Tal argumento es el empleado por los adalides de la secesión como solución última del conflicto al que ellos mismos han abocado al conjunto de la ciudadanía.

Es habitual los últimos meses, desde que la chispa de la vorágine catalana inunda los medios de comunicación y la opinión pública, que tanto partidarios de la secesión como innumerables representantes de la política, la cultura y demás campos de la vida civil, no necesariamente independentistas, defiendan una actuación light por parte de los diferentes poderes ante la cuestión catalana atendiendo a que es un tema político; un problema que debe solucionarse atendiendo a criterios políticos al no ser competencia exclusiva de la justicia.

Pero, ¿qué criterios debemos emplear? Tales criterios terminan siendo aleatorios dependiendo de las diferentes posturas ante el problema.

Los acérrimos partidarios de la ruptura frontal con España alegan innumerables falacias de índole sentimental, romántica, historicista, xenófoba y supremacista para defender su postura, para saltarse sin rubor todo el entramado del Estado de Derecho, que es garantía última de las libertades y derechos civiles legítimamente protegidos por la Constitución del 78. Consideran que, puesto que el cuerpo legal no ampara una automática separación de cierta parte del territorio de la nación española, es imperativo trascender del ordenamiento legal para materializar sus fervientes deseos: los problemas políticos se arreglan con soluciones políticas, trascendentes de la mera legalidad vigente.

Para ellos, ya sean convergencios, esquerros o cupaires, la insurgencia, el jacobinismo, el tomarse la justicia por sus manos es la solución más eficaz contra la “opresión legal inamovible”: empleando argumentos centrados en las emociones más primarias, consiguen encandilar a un público descontento con los defectos de un sistema imperfecto, pero intrínsecamente legal y democrático: terminan desvirtuando la realidad, pervirtiendo el lenguaje al conceptualizar la idea de dictadura con la de verdadera democracia, y presentándose ellos como auténticos demócratas cuando sus palabras y actos suponen la incitación a la insurrección, a la revuelta, al golpismo; en resumen: a la revolución.

Las voces más cercanas a la tan, por muchos, ansiada moderación, el deseado término medio aristotélico que en innumerables conflictos ha servido como solución infalible, argumentan que, como cuestión política que supone tal problema, las medidas adoptadas por el gobierno central o las actitudes beligerantes mostradas por diferentes partidos políticos –Ciudadanos–, la mayoría de medios de comunicación nacionales y demás organismos detractores del independentismo son excesivamente duras. Estas voces consideran que la actitud dialogante, exenta de enfrentamientos, es el más eficaz método para aproximarse a una solución definitiva; de lo contrario, continuaremos aposentados en el sendero del guerracivilismo y la polarización social.

De todos modos, no comprenden que el sentido del diálogo se ha perdido para siempre desde el mismo instante en el que el independentismo ha sepultado el Estado de Derecho en Cataluña. El independentismo ha perdido completamente su legitimidad, y sería generoso por parte de cualquier poder cederle la cortesía de un diálogo al que, cuando se le ha ofrecido, se ha negado.

Y en cuanto al gobierno, aun siendo encomiable su postura de respeto ante un asunto de índole judicial, peca si acaso de ingenuidad al no comprender que su también carácter político implica tomar determinadas medidas contundentes: ¿es de merecer que los instigadores del golpe a la democracia posean el privilegio de figurar en las listas electorales a las elecciones catalanas, o acaso puedan ejercer el rol de diputado del parlamento regional? ¿De verdad la ciudadanía merece sentirse atemorizada ante la idea de que los instigadores del golpe, señores Puigdemont, Junqueras y compañía, vuelvan a erigirse como supuestos representantes legítimos de los deseos del poble català? ¿Acaso en otras situaciones, en las cuales otros partidos son los protagonistas, es justo que la condena política y mediática sobre que potenciales corruptos figuren en listas electorales, ya no que sean candidatos a presidentes, sea enteramente más dura?

Lo que nos demuestra todo esto es que aun siendo el conflicto catalán una cuestión política, ello no legitima que la legalidad sea susceptible de ser despreciada; si hiciésemos caso de tal argumentación, cualquier problema político supondría el desprecio a la legalidad: los detractores del aborto podrían asaltar hospitales, los libertarios declararían la guerra a Hacienda o los comunistas harían de la expropiación el pan nuestro de cada día; el absoluto caos social, si tal lógica se implantara, sería de tal calibre que el retroceso a la época de las Cavernas no sería una mera hipótesis de salón.