Opinión

La resolución del juez Llarena

Manfiestantes a favor de la independencia muestran su apoyo a Puigdemont en Bruselas.

Manfiestantes a favor de la independencia muestran su apoyo a Puigdemont en Bruselas. Reuters

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Resulta que te dedicas al derecho ejerciendo como abogado, y un buen día te das cuenta de que Pablo Llarena, aquel joven que estudiaba Derecho en tu facultad y con el que, alguna vez, tomabas café o jugabas al mus, es el magistrado del Tribunal Supremo que instruye la causa que depura la existencia de indicios delictivos en unos hechos -los que ya conocemos- que han dado un nuevo vuelco a la historia de España. Recuerdas aquellos inviernos vividos en Burgos, aquellos inviernos de nieve cayendo sobre el paisaje magnífico de una ciudad medieval aterida de frío. Era un buen chico.

Alegre y sensato y muy buen estudiante. Mejor que tú -te dices a ti mismo-. Te acuerdas de su apodo, pero decides que no lo vas a reproducir aquí. Todo es pasado en aquella ciudad gélida. Los recuerdos han caído como un manto de nieve. Si te metes ellos, ves a ese magistrado vestido con un plumas y una bufanda roja, acompañado de una novia, también muy buena estudiante y atractiva, cuyo nombre crees recordar. Gema. Ella también es juez. Pablo Llarena es ese magistrado cuya única imagen que ahora ves se repite en todos los telediarios. Alguien inaccesible.

Le ves de espaldas, entrando en el Tribunal Supremo. Tiene nieve en la cabeza, pero no es de invierno. Además, tiene una responsabilidad histórica dentro de esa cabeza grande que los telediarios, antes de que él se adentre en el hall, te dejan ver como último resquicio. Pablo se diluye en la penumbra del Tribunal y ya no le ves más. La secuencia se repite una y otra vez en cada telediario. Ese alguien del pasado que ahora es un excelentísimo magistrado del Supremo, un día estudiaba contigo.

Ha cogido la causa que nos rompe el sueño. Su comportamiento procesal parece razonable -te dices-. Ha dejado en libertad provisional a unos cuantos investigados y ha razonado la prisión provisional de los que, siempre dentro de la presunción de inocencia, pudieran parecer cabecillas de una rebelión -ese delito que estudiaste con Pablo y que, desde febrero de 1981, nadie se imaginaba que se iba a ver de nuevo en la realidad procesal-. Lees sus resoluciones y te convencen. Tienen razón jurídica y son razonables, luego no son arbitrarias. Se han construido desde la técnica jurídica y protegen un interés público que las personas no versadas en derecho no comprenden.

Tampoco parecen dispuestas a entender que el Derecho tiene su técnica y que, al contrario que la política, tiene menos margen de arbitrariedad.Todo eso está bien. Eres abogado y puedes comprender -has de ser comprensivo, no obstante, con los que hablan desde las emociones-. Pero ayer, Pablo, ha revocado la orden de detención internacional. Vas a internet -Llarena sólo es accesible ahora por Google-, buscas la resolución y la lees. Haces una primera lectura. Bien. Es razonable.

El juez se ha dado cuenta de que Bélgica devolverá a los investigados condicionando los delitos por los que pueden ser perseguidos. Te das cuenta de que no quiere traerles de vuelta para perseguirles por delitos menos graves. También razona, y te parece ecuánime, que sería un agravio, para los demás investigados, ser perseguidos criminalmente por delitos de rebelión que no afectarían a los otros, a los huidos. Es muy razonable. Cierras el despacho y te vas. Hace frío. Como cuando el juez y tú estudiabais. Vas paseando, y entonces te das cuenta. ¡Caramba, es una jugada maestra!

Pero no sabes si el magistrado lo ha hecho a propósito. Puigdemont vende como un triunfo una resolución que, de no mediar en su día un indulto de algún gobernante débil (crucemos los dedos), es un dardo envenenado. Llarena ha renunciado a la orden, pero Puigdemont no se da cuenta de que ni él ni los suyos podrán volver a Cataluña ni salir de Bélgica durante veinte o quince años, que serían, respectivamente, los plazos de prescripción de los delitos de rebelión y sedición.

Si salen al espacio Schengen y el magistrado pide otra orden de detención, serán detenidos y devueltos a España. Si vuelven a Cataluña serán detenidos y procesados. Entre vivir fuera veinte años, sin saber ni dónde, ni de qué, o afrontar un juicio por rebelión, como los demás, a Puigdemont sólo le cabría venir sabiendo que, de ser condenado por el Tribunal Supremo, el Poder Político podría indultarle luego. En nuestro país, el indulto, a diferencia de lo que ocurre con una resolución judicial, puede ser arbitrario. No tener razón ni ser razonable. Ese sí es un problema.