Una de las peores cosas que pueden pasarle a uno le sucedió a Borges. A solo cuatro años del fin de sus días reconoció que “no había sabido manejar su vida” y que ésta había sido tan solo “una sucesión de equivocaciones”. Resulta del todo abrumador, sin duda, alcanzar los 83 años y que te embargue la sensación de que un poderoso e irreversible error vital ha sido quien ha invadido de forma inquebrantable tu existencia. Toda ella.

La vida está para ser vivida; más: para ser exprimida caminando erguido y feliz por el sutil filo de una existencia audaz. A ambos lados, la tragedia. Al final, incluso para el más optimista o el más ingenuo -qué más da, si se parecen tanto-, la tragedia también.

En un momento de la intensa película de Thomas Lilti Un doctor en la campiña, aún en la cartelera, el médico de pueblo que encarna François Cluzet reconoce que su profesión consiste, básicamente, en una “lucha contra la barbarie permanente”. E, insiste, “sabemos que, al final, ella vencerá”.

Sí, cuando le llega el momento, la barbarie se despierta y somete a quienes la eludimos durante un puñado de años, de décadas si hay suerte. A veces, aparece por sorpresa. Otras veces, la vida casi te empuja al precipicio definitivo por -llamémosle así, aunque podría tener otros muchos nombres- simple locura.

Como le ha ocurrido a Laura, la bella holandesa que dice haber sido drogada y violada en Qatar por Omar Abdalá al Hasan. Ella le relató lo sucedido en el hotel W de Doha a la policía qatarí y eso la condujo directamente a la cárcel por haber tenido sexo fuera del matrimonio, da igual si consentido o no; el tribunal la condenó a un año de cárcel, una pena especialmente leve comparada con otras por idénticos “delitos”, que será suspendida tras el pago de una multa. El sirio supuestamente agresor -él dice que el sexo fue consentido- recibirá 100 latigazos por adulterio y 40 por consumir alcohol en público.

Aquello ni por un segundo fue amor. Tampoco su ejercicio. Ni, por supuesto, un encuentro que partiera de la razón. Pero ya dice otro sirio, el escritor Rafik Schami, que los dictadores temen todavía más al amor que a la razón, y que por eso lo prohíben.

Nadie sabe, no, qué va a pasar a continuación. Jo Cox no supo que la grisácea luz del día de ayer en Leeds sería su última. La locura, otra vez. La intolerancia, de nuevo.

Tampoco sabe nadie cómo va a afectar esta tragedia al desarrollo final de la campaña sobre el brexit, aunque ahora mismo no sea lo más importante y aunque resulte lógico sospechar que, a muchos, les asediará la lógica empatía que genera este infausto atentado; uno que, además de provocar una tragedia irreversible ya ha vulnerado la sensibilidad y, tal vez en parte, las inclinaciones potenciales del electorado.

A pocos días de un mundo que mucho puede cambiar, o quizá no tanto, los intolerantes que esgrimen la violencia más absurda e hiriente asaltan los titulares.
Ningún exit, ninguna idea, puede justificar una muerte -tampoco la menor de las heridas-. Es un drama que Cox no haya podido cumplir los 80 años de Borges y, entonces, reflexionar sobre su vida. O los 80 maravillosos que cumplió Oliver Sacks hace no tanto y, también, valorarlos con, quizá, una nieta sobre el regazo. Por la locura de un intolerante, por la intolerancia violenta de un loco, apenas pasó de los 40.